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el mundo fragmentado

El placer de vivir entre libros

Beatriz de Moura fundó en 1968 una editorial con el equivalente a 1.500 euros. 38 años después sigue al frente de Tusquets. Es, sin duda, una de las mejores editoras de Europa. Le acaban de conceder la Cruz de Sant Jordi

ÁNGEL S. HARGUINDEY
EL PAIS SEMANAL - 01-10-2006

“Salvo durante un breve periodo en la adolescencia en que estaba segura de que me convertiría en una gran estrella de cine, bailando, cantando y haciendo reír, tipo Ginger Rogers en las pelis de Fred Astaire, desde niña sentí que, cuando fuera mayor, quería vivir rodeada de libros. Tal vez por el placer que me producía estar en la biblioteca de mi padre. Más tarde, las circunstancias parecen haber conspirado para que, en cuanto dejara de ir de un lado para otro por el mundo, viviera, en efecto, rodeada de libros. Y aún más tarde, por carambola, me encontré casi a pesar mío fundando una editorial en la sala de estar de casa. En aquel entonces, si no planificaba mi propia vida, ¿cómo iba a prever que montaría un negocio tan complicado? Vivía al día; cuando mucho, al mes. Sin embargo, más de tres décadas después aquí estamos hablando tú y yo… Nadie daba dos duros por la continuidad de aquella editorial más bien artesanal. A lo mejor, como soy más terca que una mula, fue precisamente ese desdén, acompañado de palmaditas indulgentes en el hombro, lo que me fue calentando y sosteniéndome en mis trece”.

En 1968, con unos ocho años de experiencia adquirida en otras editoriales y el equivalente a unos 1.500 euros actuales, la entonces joven brasileña hija de diplomático, políglota, licenciada universitaria, afincada en Barcelona, decidió crear con su ex marido Óscar Tusquets una pequeña editorial: Tusquets Editores. Treinta y ocho años después, Beatriz de Moura la codirige con Antonio López Lamadrid (“sin él, la editorial no sólo no sería lo que es hoy, sino que mucho me temo que no sería…”) y, probablemente, es la directora literaria más importante de Europa. Ha publicado miles de libros, traducido algunos y es la responsable de un fondo editorial en el que se incluyen nombres como los de Milan Kundera, Italo Calvino, E. M. Cioran, Samuel Beckett, Ingmar Bergman, Albert Camus, Marguerite Duras, Albert Einstein, Ernst Jünger, Malcolm Lowry, Czeslaw Milosz, Arthur Miller, Alexandr Solzhenitsin, Henry Miller, John Irving, Thomas Pynchon, Nadime Gordimer, Andy Warhol o Woody Allen. En la relación de autores en lengua española figuran obras de, entre otros: Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, Reynaldo Arenas, Severo Sarduy, Enrique Krauze, Juan José Arreola, Adolfo Bioy Casares, Gonzalo Celorio, Jorge Edwards, Ramiro Pinilla, Silvina Ocampo y Jorge Semprún. A todo ello habría que añadir que fue la primera editora o cuando menos la gran impulsora de escritores como Almudena Grandes, Luis Landero o Javier Cercas.

 

La editorial, como ya se dijo, empezó a gestarse en 1968, un año que se ha convertido ya en leyenda aunque en España tuvo unas características distintas al afamado swinging London o al desadoquinado París. Tiempos que la editora recuerda a la vez que señala algunas de las diferencias con la actualidad. “Ante todo, vivíamos en una dictadura. Nadie que haya nacido a partir de 1975 puede saber exactamente qué es una dictadura, y mejor que no lo sepa nunca. Luego, la noción de tiempo. La hora tenía realmente 60 minutos, y el minuto, 60 segundos. Era como si se dispusiera de más tiempo. Iba muy bien para leer y tomar decisiones editoriales meditadas. Además había –por lo menos en Barcelona, y en un grupúsculo paradójicamente muy heterogéneo– una especie de efervescente fraternidad, laboriosa y lúdica a la vez, que permitía lazos muy estrechos de trabajo y amistad entre editores, autores y colaboradores”.

 

El “grupúsculo paradójicamente muy heterogéneo” que había en Barcelona es lo que se vino en llamar gauche divine y que, se quiera o no, forma parte importante de lo que de legendario pudieron tener los finales años sesenta. Un grupo que, naturalmente, fue mitificado y masacrado con constancia en unos años en los que la incertidumbre, la duda o la simple diversión se consideraban sentimientos débiles. Beatriz de Moura vivió aquel tiempo y lugar desde dentro: “Lo que Joan de Segarra, no sin mala folla, tildó de gauche divine fue un grupo muy reducido de gente joven –en torno a los 30 años–, muy heterogénea, que empezaba su vida profesional en disciplinas y campos de lo más diversos y que, por un cúmulo de circunstancias favorables, sentían, creo que de un modo más intuitivo que razonado, que no iban a dejar que la dictadura les fastidiara como les había jodido a sus respectivos maestros. Por longevo que pareciera Franco, entonces ya se podía entrever su fin, aunque sólo fuera en una cama de hospital envuelto en heces en forma de melena… Ese cúmulo de circunstancias favorables –un grupúsculo de gente joven inquieta, con ganas de aprender, evolucionar, comunicarse con sus iguales en el extranjero, intercambiar ideas en experiencias diversas, distanciarse de modelos ideológicos avejentados y, a la vez, desprenderse de la mojigatería que imperaba al tiempo entre la izquierda más radical y la derecha– permitió que ese grupo de gente, del que yo tuve la suerte de formar parte (simplemente estaba ahí en el momento adecuado), viviera entre 1967 y 1970 tres años inolvidables de mucha actividad laboral e intelectual, y, lo que más envidia provocó, mucha diversión”.

 

“Vivimos momentos de enorme intensidad en nuestras profesiones y en nuestras vidas”, añade la editora, “y comprendo que, hacia el exterior, nos mostráramos arrogantes, provocadores, libertinos, lo cual ha contribuido hasta hoy a reforzar esa imagen de frivolidad con la que se sigue identificando esa cosa llamada gauche divine. No olvidemos que de aquel periodo y de aquellas vivencias salieron profesionales de primera fila, hoy plenamente reconocidos, como arquitectos, fotógrafos, periodistas, cineastas, actores, diseñadores, escritores, políticos, pintores e incluso editores… Tampoco hay que despreciar el hecho de que, contra Franco, no sólo éramos más jóvenes, sino que Barcelona era la ciudad más cosmopolita de España y, por tanto, no es de extrañar que aquí pudieran producirse modestas, pero festivas, muestras de insubordinación que en Madrid habrían sido impensables. En cuanto a mí en esta historia, te diré que sin la atmósfera que se creó en aquellos años en ese reducido ámbito de intrépidos no me habría atrevido a lanzarme a tumba abierta en la aventura de fundar Tusquets Editores en la sala de estar de un piso de 70 metros cuadrados, donde vivían cuatro personas, y a veces hasta ocho, según las noches o las circunstancias…”.

 

En un estupendo documental de David Furnish sobre su entonces novio, y en la actualidad marido, Elton John, éste explicaba a la cámara que necesitaba viajar con todos sus cientos de pares de gafas y camisas porque la habitación que las acogía en los diversos hoteles de sus giras era la única referencia que le resultaba familiar. Algo similar le pasaba a Beatriz de Moura: “La biblioteca de mi padre fue desde muy niña mi único y verdadero hogar, el único lugar de referencia, el lugar de la estabilidad, el único que apenas cambiaba en las muchísimas casas en las que la vida diplomática de mi padre me obligó a vivir. Creo que por eso, si hoy me obligaran a vivir en una casa sin mis libros, perdería la poca seguridad en mí misma que aún me queda. Además, ése era el lugar donde leía mi padre, y ver con qué gusto leía fue contagioso. Muchísimos años más tarde le pregunté si se había dado cuenta de que me había aficionado a la lectura gracias a él. Me contestó que no y que, en todo caso, nunca fue su intención inducirme a ese vicio. Dijo ‘vicio’, lo recuerdo perfectamente”.

 

Libros y viajes parecen ser las dos palabras esenciales de la infancia y juventud de la editora. “No tengo un buen recuerdo de mi juventud viajera. Como en todo y para todo, hubo aspectos que hoy agradezco, como aprender idiomas en la infancia, que es cuando ya no los olvidas; aprender a adaptarte cada dos años a costumbres radicalmente distintas, a nuevos colegios y compañeros, a seguir estudios en países de diferentes culturas, a ir adquiriendo la sensación de qué significa realmente –no ideológicamente– ser ciudadana del mundo. Pero todo esto tuvo un coste muy elevado: el desarraigo, el dolor de las pérdidas de afecto, la inseguridad, la ausencia de una familia con abuelos, tíos, primos, etcétera; la vergüenza de sentirme siempre diferente en cada nuevo lugar. Tal vez por eso me horroriza la palabra tolerancia. De hecho, he sido siempre tolerada, jamás me han hecho sentir integrada, parte de algo, en lugar alguno, ni en mi propio país, donde en realidad viví poquísimo, ni siquiera en Barcelona, ¡adonde llegué hace 50 años!”.

 

Quizá la tercera palabra clave en su vida sea la de Barcelona. “Aparte de que para mí ningún pasado fue mejor, la Barcelona de ahora es infinitamente más agradable para vivir y trabajar que la de finales de los sesenta. La ciudad ha cambiado muchísimo, y para bien. Además, desde que se abrió al mar gracias a los Juegos Olímpicos la disfruto muy especialmente. Pero algo importante se perdió en ese recorrido: contra Franco, Barcelona era cosmopolita, y ahora es turística. El espíritu cosmopolita es algo muy distinto. Es triste, pero Cataluña se ha vuelto muy casolana (muy de estar por casa), salvo, como siempre, para algunos notables ciudadanos recalcitrantes que por suerte siguen dando guerra… Y sí, hay libertad para crear. Pero, ya me dirás, sin espíritu cosmopolita, ¿cómo quieres que cualquier obra de creación se desarrolle, crezca y se expanda, por muy libre que sea? Queda a la medida del ámbito en que fermenta. Nace y muere sin salir de su habitáculo”.

 

“Si me apuras”, añade, “me atrevería a decir que un poco cateta es hoy día casi toda Europa, temerosa y como desconcertada ante el fenómeno de la globalización que la está minando por todas partes, económica, social, cultural y políticamente. Cada país se ha ensimismado en sus propios problemas y ha decidido defender su cultura superprotegiéndola. Creo que de ahí proviene la idea de que la cultura es cara y de que, en efecto, el Estado debe subvencionarla, olvidando lo que esta política cultural ha generado en el pasado: o bien grandes proyectos costosísimos, vistosísimos, pero vacíos de contenido, o bien mediocridad (cantidad primando sobre calidad). Recuerdo una visita de Arthur Miller a Jorge Semprún cuando éste era ministro de Cultura, allá por 1989-1990. Muy admirado e intrigado, recorrió con la mirada el inmenso despacho del ministro y le preguntó: ‘¿Y para qué sirve realmente un ministerio de Cultura?’. Recordemos que Estados Unidos no tiene ministerio de Cultura y durante décadas ha sido el centro neurálgico de todas las culturas occidentales. Si hoy la creación literaria norteamericana está en crisis, no es por falta de proteccionismo, sino, creo, por haberse ensimismado y cerrado a otros horizontes culturales. Por otra parte, nunca he sido partidaria de Estados-padrecitos; nunca dan nada sin pedir algo a cambio, generalmente el alma del protegido. En este aspecto, ¡la cultura sí es cara, demasiado cara en efecto!”.

 

La conversación vuelve al mundo literario, y más concretamente al mundo literario de Beatriz de Moura. Al fin y al cabo, nosotros elegimos los libros y ellos nos eligen a nosotros, y en ese ir y venir de afinidades o emociones se construye una biografía tan intensa y auténtica como la del vivir. “Por increíble que parezca, muy pronto, quizá entre los siete y los nueve años, leí en serio de la biblioteca paterna dos libros a los que vaya una a saber por qué sigo recordando como importantes para mí: La vida de Jesús, de J.-E. Renan, y La vida de las hormigas, de Maurice Maeterlinck, libros que, según mi padre, estaban en el índice de los prohibidos por la Iglesia. Del primero permanece en mí, supongo que por desconocida entonces, una nítida sensación de pecaminosa sensualidad; y del segundo, algo así como la justificación de una curiosidad por casi todo, de la que antes de esa lectura siempre me había sentido culpable, no sé muy bien por qué, y a partir de entonces, nunca más”.

 

Pasamos por alto, por evidentes y universalmente compartidos, los Salgari, Verne, Defoe o Mark Twain, y proseguimos el recorrido. “Hacia los 12 años, no sé si con muy buen tino, en el liceo francés de Roma, por ejemplo, ya empezaban a hacerte leer para analizarlos a autores franceses confrontados, por ejemplo: Racine, Corneille y Molière; Voltaire y Rousseau; Victor Hugo (poeta) y Baudelaire; Balzac y Georges Sand; Flaubert y Stendhal… Por encima de todos los tiempos y de todos ellos, para mí estuvo siempre Stendhal y La cartuja de Parma. Con este libro viví una experiencia que recomiendo a cualquiera que tenga curiosidad por conocerse mejor. De joven, el personaje de Fabricio del Dongo me fascinó, en el fondo quería ser como él, sentir como él. Releí esta maravillosa novela ya con más de 60 años y me di cuenta de que Fabricio no era en realidad más que la representación de un –con perdón– gilipollas; tuve la casi seguridad de que Stendhal hacía con su personaje una caricatura grotesca del romanticismo mal entendido. En cambio, se me apareció el conde Mosca como uno de los personajes más fuertemente cargados de ‘razón de ser’ de la literatura universal. Ya de adulta, el autor que más me ha marcado –y de por vida– es Albert Camus. Dicen que hay libros que cambian una vida. Para mí fueron El mito de Sísifo y, casi seguido, El hombre rebelde, que leí en un momento especialmente difícil, en esa edad abominable de los 20 años”.

 

“A partir de entonces, mi voracidad de lecturas fue casi enfermiza. Quería leerlo todo, de modo que leí de la manera más caótica que pueda imaginarse, ficción de preferencia. Podía pasar con una naturalidad pasmosa de un ensayo sesudo a una novelita de Corín Tellado. Y, cuando ya trabajaba en editoriales, descubrí deslumbrada, casi a la vez, la literatura norteamericana e hispanoamericana. Sin embargo, a partir del momento en que empecé a leer por obligación, o sea, desde que tuve que leer, primero como lectora para otras editoriales y luego como editora yo misma, la naturaleza misma del placer de la lectura cambió radicalmente. Ya no leí sólo para complacerme a mí o instruirme yo, sino también para complacer e instruir a un lector hipotético que, por encima de mi hombro, empezó a compartir conmigo la lectura del mismo libro. Al principio me costó hacerme a esa presencia fantasmal a mis espaldas, pero hace ya mucho tiempo que me he acostumbrado a ella; tanto, que a veces hasta decide por mí…”.

 

Así es como la lectora se hizo editora, para el disfrute de otros muchos lectores. En su catálogo son muchos los nombres consagrados, populares o minoritarios, pero quizá la mayor satisfacción de un editor sea la de descubrir nuevos talentos. “Para publicar el libro de un autor desconocido, éste tiene que entusiasmarme o emocionarme o intrigarme o perturbarme o apasionarme o revelarme algo o sorprenderme o hacerme pensar… no sé. Depende de cada manuscrito. ¡Las lecturas son tan arbitrarias! Nadie hace la misma lectura de un libro. Esto es lo que me fascina de los libros: cada lectura es única y hace único a su lector. ¡Es magnífico! Quién sabe si es por eso por lo que mis criterios de lectura son, por un lado, tan poco intelectuales, y por otro, tan escasamente comerciales. Milan Kundera me sopló hace ya muchos años otro criterio, bastante más racional que los míos: en principio, descartar los libros difíciles de leer y fáciles de comprender, y, en cambio, prestarles especial atención a los libros fáciles de leer y algo más difíciles de comprender”.

 


 

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