Tres 'warhol' por un 'velázquez'
¿A quién va usted a creer? ¿A mí o a sus propios ojos? La ocurrencia es de Groucho Marx pero se puede aplicar ahora al Ayuntamiento de Madrid: ¿a quién creer? ¿Al alcalde o a nuestros propios ojos? Porque los ojos de la mayoría de la gente que vive en Madrid ven un Paseo del Prado muy hermoso que va a ser sometido a una intervención desproporcionada, innecesaria e injustificada. Es posible que el proyecto de Álvaro Siza y del equipo de arquitectos españoles que le acompaña sea un proyecto estrella. Nadie discute que el Ayuntamiento ha buscado expertos, e incluso artistas, de reconocida fama y solvencia, pero, simplemente, el Paseo del Prado no necesita que lo cambien por algo, quizás hermoso, pero distinto. No hace falta. A la mayoría de la gente que vive en Madrid o que visita la ciudad le gusta, y mucho, como es.
Las ciudades tienen zonas que las identifican y que se supone que dan raíces a la añoranza. Quien viva en Barcelona tendrá su imagen de las Ramblas, como la tienen los vecinos de cualquier ciudad del mundo de su calle o plaza más hermosa. Seguro que Picadilly Circus, en Londres, podría ser mejor, pero a nadie se le ocurre remodelarlo ahora para que se parezca a la plaza que fue en el siglo XVII. Es posible que la plaza del Comercio, en Lisboa, pueda ser todavía más bella, pero ¿quién lo necesita? La mayoría de sus vecinos y visitantes queremos verla como es. Eso es exactamente lo que pasa en Madrid. La ciudad ha experimentado cambios brutales en pocos años, quizás es la capital europea que más se ha transformado en la última década. Transformación tras transformación, Madrid ha ido perdiendo casi todas sus posibles referencias. Una de las pocas que continúa en pie es precisamente el emblemático Paseo del Prado con sus hermosos árboles, el lugar en el que han jugado miles, decenas de miles de madrileños de nacimiento y de adopción.
Los defensores del cambio aseguran que el paseo recuperará una imagen parecida a la que tuvo a finales del siglo XIX, cuando se pavoneaban por allí caballos y carruajes. Es posible, pero nuestros bisabuelos ya no están aquí para reconocerlo. Y los bisnietos queremos que nos dejen un poco en paz y reconocer la belleza que vieron nuestros ojos infantiles ¿Alguien niega que el Prado es ahora hermoso? Nadie, ni, por supuesto, el Ayuntamiento. Simplemente quieren cambiarlo. Hacerlo todavía mejor. Pues no hace falta. Como dice el arquitecto Eduardo Mangada (responsable de la mejor política urbanística que ha tenido Madrid en mucho tiempo), "cuando no hace falta cambiar algo, lo que hace falta es no cambiarlo". En eso consiste la elegancia de un urbanista: en no acometer cosas innecesarias.
Claro que el Paseo del Prado necesita que lo limpien y arreglen. Seguro que hace falta quitar la gasolinera que afea la vista del Museo, seguro que se puede mejorar su mobiliario urbano y seguro que se puede quitar un carril de tráfico para ampliar la acera del Banco de España y del Museo Thyssen. Muy probablemente el ornato y decoro de todo el paseo (como se decía antes) necesita un buen repaso. Dicen que los árboles no son de la época de Carlos III, sino que tienen 70 ó 50 años. ¿Y que más da? Lo que importa es que son una belleza. Dicen que arrancarán sólo unos pocos y que los sustituirán, tres por uno. Pero no se cambia un velázquez por tres warhol.
El recién fallecido John K. Galbraith se reía de sus colegas los economistas y de los políticos porque, decía, siempre quieren convencernos de que las cosas desagradables terminan por tener efectos benéficos. No es verdad. A veces las cosas desagradables son simplemente desagradables e innecesarias. Madrid, mejor dicho, las varias generaciones que conviven hoy en ella, está ya sometida a los males de una ciudad permanentemente inacabada. Es suficiente. Seguro que los vecinos de otras ciudades y parajes comprenden muy bien de qué estamos hablando. De eso que hizo que las últimas palabras de Antonio Machado fueran: "Esos días azules y este sol de la infancia".
1 comentario
ángel -
BAEZA
Apenas le interesaban la literatura y la filosofía. Sólo coincidía con él en su pasión por la naturaleza y en el desaliño indumentario. Sus conversaciones trataban sobre todo de árboles y plantas. Le asombraba que un profesor de francés supiera tanto de álamos, acacias, encinas, olmos... Le oía como a un entusiasta de la botánica. Eso decía, aunque yo no me lo creo. En medio, alguna alusión dolorida a Leonor, su desplome reciente. Entonces era sólo un compañero de claustro que componía versos, no el escritor afamado que fue después. Me contó que le había dejado ver algunos de sus poemas, escritos a mano, parte de los cuales apareció luego en la segunda edición de Campos de Castilla. También decía que una vez leyó una frase cenital, un verso suelto en una hoja suelta, entre sus papeles. Tuvo que ser antes de 1919, fue entonces cuando dejó aquel Instituto. Eso significaría que dispuso de veinte años para continuar el poema, pero no lo hizo. Puede que no quisiera seguir, que no encontrara palabras a la altura del inicio; o puede que, simplemente, sea un epílogo acabado, completo e inédito durante dos décadas. El verso al que se asía en el último derrumbe, estos días azules y este sol de la infancia.