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el mundo fragmentado

Compañeros de viaje

25 de enero (bis)

Kapuscinski

 

El honor perdido del periodismo

CUANDO por fin consiga poner los pies en Addis Abeba aguzaré el oído para escuchar el ladrido de los perros de los que habla Ryszard Kapuscinski en «El emperador», un libro que a través de los siervos, aterrados, humillados y ofendidos de Haile Selasie, retrata una pesadilla contemporánea, la del poder en una encarnación extrema. Un mundo atroz que parecería pura novela si no fuera porque su autor no necesitó inventar nada, sino acercarse a los que sabían para preguntar y transcribir estampas que Franz Kafka hubiera reconocido y celebrado. Lo devoré entre el 21 y el 24 de mayo de 1998, mientras viajaba entre Kigoma, en Tanzania, y Bujumbura, la capital de Burundi, ámbitos explorados minuciosamente por Kapuscinski, que hizo de África uno de sus territorios favoritos. Kafka se limitó a imaginar algunos horrores perfectamente humanos, pero antes y después ha habido muchos seres dedicados a perfeccionarlos. La jugosa primacía de la novela sobre la realidad, un sujeto mucho más trabajoso e indomable que la fantasía, hace que se postergue en el escalafón a quienes como Kapuscinki se empeñaron en el relato de los hechos, un oficio que requiere siempre de otra agotadora vuelta de tuerca que muy pocos están dispuestos a dar, y más cuando hay que enfangarse en caminos de los que nunca se sabe si se va a poder salir ileso, y de donde en cualquier caso nunca sales del todo incólume. Su primer viaje a África lo hizo el reportero de la agencia de noticias PAP en 1958 y, como imaginaba, no se aloja -como la inmensa mayoría de los enviados del primer mundo- en hoteles que son calco de Occidente y por lo tanto islas frente a la realidad, sino en una balsa, pensiones pegadas a la miseria. Cuando se internaba no iba cargado de prejuicios, sino con los ojos y los oídos abiertos de par en par, dispuesto a hablar y a sentarse a beber en los bares africanos, que son faro y eje de la verdadera vida social, bares donde a Patricio Lumumba le gustaba hablar y convencer.En otro de esos libros que arrojan luz sobre las múltiples facetas de nuestra ignorancia, titulado «El sha o la desmesura del poder», nos encontramos a Kapuscinski abrumado en su habitación de Teherán con la cama desbordada de fotografías, periódicos, libros y cintas magnetofónicas. Asomado al desastre iraní que acabaría por abrir la puerta a Jomeini y sus almuédanos, Kapuscinski escucha y luego describe como lo haría un miniaturista, y lo hace como quienes si no contaran dejarían de respirar: apasionadamente. Kapuscinski conoce el terreno que pisa, porque antes de emprender el viaje se ha empapado hasta la médula de la geografía y de la historia, ha leído, estudiado y escuchado, para luego seguir leyendo, estudiando y escuchando. Kapuscinski tenía lo que hay que tener para ser un extraordinario reportero: humildad para ponerse a la altura de los ojos de su interlocutor, soberano o enterrador; la exactitud de un entomólogo, un historiador o un astrónomo, «para que ningún lector pueda corregirte y demostrar que no sabes de qué hablas, dejarte en evidencia y en entredicho todo lo escrito»; curiosidad insaciable (cómo si no iba a volver a perderse una y otra vez bajo soles como espinas, fríos como sierras); valor para ponerse a prueba jugándosela donde ya no queda nadie para contarlo, nadie con un altavoz donde propagar lo que se ha visto y no se pierda, sufrimiento inútil, dolor derramado para nada; compasión hacia quienes no sólo suelen sufrir la historia, y mucho menos para hacerla suya, para cambiar su destino; resistencia frente a las adversidades, los flacos presupuestos, la desidia o la pereza de los jefes alejados de los campos de batalla o de los campos de algodón; perseverancia para comprobar hasta el último rasguño y el último dato, para que no quede el relato cojo, incompleto, falso por ese mal tan extendido que deduce que «da lo mismo», cuando ahí reside el principio de nuestro deshonor, y estilo: el de su alma, la de un hombre cercano capaz de encender hogueras de palabras que calientan e iluminan más que el fuego.Porque no era cierto que el sueño de la razón engendre monstruos, sino que es precisamente cuando nos adormecemos, cuando dejamos que la sinrazón se apropie del discurso, quien aguija a la bestia que todos atesoramos. Fue Arcadi Espada el último en hacerse eco de esa verosímil lectura de la pintura de Goya que tantas ebrias interpretaciones ha venido cosechando para nuestra desgracia. El mismo Espada que extrajo de una entrevista con Kapuscinski su desolador diagnóstico del estado del periodismo: «los medios han difundido la consigna, la lucha no da resultado». Es decir, que es inútil resistirse, no hay nada que hacer, estamos ya vencidos de antemano. A pesar de esa pesadumbre, Ryszard Kapuscinski ha seguido escribiendo como Nadiezdha Mandelstam, «contra toda esperanza».No era comunista, pero en su escritura se rastrea la profunda indignación moral que provoca la injusticia. No la pena, no la lástima que tasa desde una peana moral, de un paternalismo eurocéntrico que Kapuscinski desdeñaba. Tampoco desde una elaborada estética, sino partiendo de una cualidad esencial, la que le hacía mimetizarse con la materia a tratar. La que le hacía volver una y otra vez al mismo hotelucho de Accra, lejos del resplandor del poder y de las camadas de colegas que caen sobre un asunto como perros de presa y luego lo abandonan a su suerte. Kapuscinski se quedaba cuando ya no quedaba nadie, que es cuando de verdad empiezan las historias, cuando los crímenes ocurren sin testigos, cuando las víctimas mueren en silencio, en ese olvido que está urdido por nuestra comodidad, entretenida en el asunto que más nos interesa: nosotros mismos.Al polaco le gustaba hablar de Heródoto como su maestro, primer periodista de la historia. No en vano descubrió que no hay un solo mundo, sino muchos y que «cada uno es único. E importante. Y que hay que conocerlos porque sus respectivas culturas no son sino espejos en los que vemos reflejada la nuestra». Sin embargo, es Alexander von Humboldt quien más me recuerda a Kapuscinski. Sabio humilde, dotado de una curiosidad inagotable, emprendió en 1799 un viaje de 10.000 kilómetros por el sur y el centro de América. Era capaz de sentarse junto a un indio durante horas y preguntarle por sus dioses y sus cultivos, su conocimiento de las estaciones y de los pájaros, sus habilidades y sus miedos. Tenía alma de reportero, como a quien se le rompió la pluma el martes en Varsovia.Para una admirable editora del norte mexicano, Ninfa Deándar, «la esencia del periodismo es la búsqueda de la verdad». Su padre, un regeneracionista convencido de la utilidad de los periódicos para mejorarnos, le hacía leer «El Quijote» una vez cada cinco años. Según doña Nifa, «Cervantes es periodismo puro. Don Quijote fue a entrevistar a todo su pueblo». ¿Qué hacía si no Kapuscinsky cada vez que se perdía en el «planalto» angoleño, las lindes salvadoreñas, el desierto persa, la tundra siberiana? Buscar las voces que configuran lo que somos, rostros que gracias a su incansable pesquisa se nos han vuelto desesperadamente prójimos. En uno de sus últimos artículos, «Al encuentro del Otro», este polaco empeñado en dar al periodismo el fulgor que tuvo cuando aprendíamos a conocer el mundo y a nosotros a través de los periódicos, recuerda quiénes son los que llegan al puerto de los Cristianos, al desierto de Arizona, a los muros coronados de cristales rotos: «Los mitos y las leyendas de muchos pueblos y tribus rezuman la convicción de que sólo nosotros -los miembros de nuestro clan, de nuestra comunidad- somos seres humanos; todos los demás son infrahombres, como mucho, o cualquier cosa menos personas. Lo que mejor expresa esa actitud era una doctrina de la China antigua: el no chino era considerado como excremento del diablo o, en el mejor de los casos, como pobre desgraciado que ha tenido la mala suerte de no haber nacido chino. En consecuencia, ese Otro era representado como perro, rata o reptil. El «apartheid» fue y sigue siendo una doctrina de odio, desprecio y repugnancia hacia el Otro, el extraño. ¡Cuán diferente aparece la imagen del Otro en la época de creencias antropomórficas, cuando los dioses podían adoptar el aspecto humano y comprometerse como personas! Pues en aquellos tiempos, nunca se sabía si era dios u hombre el viajero o el peregrino que se acercaba. Esta inseguridad, esta intrigante ambivalencia, constituye una de las fuentes de la cultura de la hospitalidad, que exige un trato magnánimo al visitante, un visitante cuya naturaleza no acaba de ser reconocible».Acababa de volver de Somalia cuando un «sms» me partió la cara. Era del compañero de viaje a uno de los lugares más desgraciados y olvidados de la Tierra, fotógrafo catalán nacido en la madrileña calle O´Donnell, Juan Carlos Tomasi: «Día de luto. Ha muerto Kapuscinski», acompañado de una frase para los que siguen pensando que la lucha por acercarse a la verdad no puede ser inútil, no debe, tiene que dar resultado, hacernos menos idiotas: «El fracaso del hombre es su incapacidad de entender lo diferente».Alfonso Armada (ABC)

Ryszard Kapuscinski, (Pinsk, 1937) es un mito que trabaja. Rara condición. Una vez alcanzado su estatus los mitos se adomercen, como pesados leones que sólo buscan quien les rasque la barbilla. Sin embargo, el polaco sigue en pie, dominado por su curiosidad por los hombres. Su sentido ético sobresalta: su periodismo es una misión de exigencia implacable cuyo objetivo es rescatar del olvido a los olvidados. Sin embargo, nadie debe confundirse con su bondad: va armada de una de las escrituras más bellas y poderosas del siglo. Sus libros, El Emperador, El Sha, Imperio (Anagrama), traducidos a más de treinta idiomas, han indicado al periodismo cómo apartarse de la banalidad novelizadora. Para otoño se publicará en español Ébano, su último reportaje sobre África, y aguardan turno tres volúmenes de la saga Lapidarium —un conjunto de escritura fragmentaria: ensayo, reportaje, aforismo— que acaba de romper las más felices previsiones de su editor alemán.


Kapuscinski pasa la mitad del año viajando. No es fácil dar con él, dada su preferencia por lugares poco recomendables. Ahora acaba de volver de América del Sur y pasa los días en su buhardilla de Varsovia, entre libros e improvisados tendederos de donde cuelgan innumerables notas manuscritas: un lugar muy humano y silencioso, sin ordenadores ni máquinas de escribir, donde el periodista describe a mano, lentamente, lo que ha visto.

Pregunta. ¿Dónde estaba en 1968?
Respuesta. En Chile y en otros países de América Latina. Había una agitación tremenda. Hacía poco que habían matado al Che. El Che estaba presente en todos lados. También en los salones burgueses. Por cierto que todavía hoy sigue en los salones, fotografiado, presente. Puro folklore inofensivo, claro está. Había una gran agitación, ya le digo. En América Latina se discute mucho. Pero en aquellos días sólo se discutía.
P. ¿De qué discutía usted?
R. Del golpe de Praga, por ejemplo. La izquierda latinoamericana pensaba que la primavera checa había sido un movimeinto contrarrevolucionario.
P. ¿Y usted qué pensaba?
R. Bueno, yo conocía ese mundo y sabía cuáles eran las razones del levantamiento.
P. ¿No era usted marxista?
R. No, aunque trabajaba en la agencia oficial polaca, que era el único lugar donde podía trabajar. El movimiento de 1968, el movimiento mundial de 1968, fue importantísimo.
P. Hoy se tiende a ponerlo en duda.
R. Mire: ni antes ni después ha habido en el mundo un momento como aquél, de tanta participación y de tanta fe.
P. Pero se cuestionan sus resultados.
R. Aunque no hubiera dejado nada, lo que pasó entonces, aquella voluntad de los jóvenes de cambiar algo en el mundo, en sentido real, fue un hecho. ¡Un hecho indiscutible! Quizá las cosas no cambiaron. Pero nunca jamás se ha repetido eso. Una fe tan masiva es un hecho histórico. Porque, normalmente, las gentes duermen. Entonces despertaron. Y algo más: nunca, nunca jamás el establishment se había sentido tan inseguro y tan amenazado. Los poderosos no comprendían lo que estaba sucediendo, se sentían completamente desconcertados. Hoy vuelven a estar seguros. Usted va a preguntarme también por 1989...
P. Sí, iba a hacerlo.
R. Pues bien. 1989 tiene mucha menor importancia, como movimiento, que 1968. En 1989 se derribó un edificio que estaba ya vacío. Se murió un moribundo. Un país como Ucrania, de más de cincuenta millones de habitantes, pudo alcanzar la independencia sin un solo tiro. ¿Qué quiere decir eso? Que 1989 fue sólo un pequeño golpecito final en un movimiento que había empezado mucho antes y donde, por cierto, también tuvieron gran influencia los acontecimientos de 1968.
P. ¿Qué papel cree que tuvo la gente, las masas, por decirlo en el antiguo léxico, en la caída?
R. Escaso. Sí, hubo manifestaciones y demás. Pero todo estaba decidido ya. Las élites habían abandonado el barco mucho antes. Tenían información y sabían que aquello no podía durar. Por eso trataron de reciclarse como propietarios, que, por cierto, es lo que son ahora. Se decía que el cambio no iba a ser posible porque el formidable poder del comunismo aplastaría la respuesta... Y nadie levantó un dedo para defender al sistema, cuando llegó la hora..
P. ¿Qué mató al comunismo?
R. La burocracia. El sistema cayó por la burocracia. Pero el problema es que la Unión Soviética mató también al socialismo y a la izquierda.
P. Las conclusiones de su libro Imperio, sobre la Unión Soviética, son demoledoras. El comunismo no ha dejado nada. Sólo el dolor, que no tiene ninguna utilidad.
R. Eso es quizá lo que piensa la mayoría de la gente, especialmente si son jóvenes. Pero hay otros, que se preguntan dónde fue a parar su trabajo y su honradez. Hace algún tiempo me internaron en un hospital de aquí, de Varsovia. Había más gente en la sala. Un día se entabló una discusión, ya típica, sobre la herencia del comunismo. Entre jóvenes y viejos. Los viejos se preguntaban, casi con lágrimas, cómo podía decirse que no quedó nada cuando ellos pusieron lo mejor de sí mismos en la tarea y trabajaron fuerte y convencidos de que construían otro mundo. Los datos y todo eso, indican que no quedó nada; pero hay esta perspectiva psicológica de las gentes que complica mucho los análisis: porque si no quedó nada del comunismo, no quedó nada de sus vidas: esto es lo que están diciendo. Por otro lado, el comunismo no provocó el atraso en el desarrollo de las naciones del Este. Nuestros países están atrasados desde el siglo XVII, cuando quedaron al margen de la Europa de los descubrimientos y se convirtieron en graneros. Estábamos condenados al subdesarrollo: no sólo por nuestras propias incapacidades, sino por el lugar donde nos había colocado la historia.
P. Ha dicho antes que la Unión Soviética acabó con el socialismo.
R. Sí, sin duda.
P. ¿Entonces, cómo se puede ser de izquierdas hoy?
R. De ninguna manera. Ya no hay izquierda. Ni derecha. Entramos en un mundo de otras definiciones. No se puede entender y explicar el mundo usando esas definiciones y esas herramientas. Los partidos ya no existen.
P. ¿Qué hay entonces?
R. Ésa es la gran pregunta. ¿Cómo se organzian las sociedades hoy? Eso es lo que hay que preguntarse. Aún hay algunas estructuras partidistas, pero ya no son decisivas. Vivimos en un mundo de paulatino debilitamiento de todas las estructuras tradicionales. Incluso el Estado. El Estado está en crisis. Han desaparecido estados en Europa, en África. Las regiones parecen más fuertes. Los Estados existen en sentido internacional, pero no interno. ¿Y los sindicatos? ¿Qué me dice de los inexistentes y vacíos sindicatos?
P. ¿Cree que la aspiración a la igualdad subsiste?
R. No, ni siquiera. Esto es muy interesante. La pobreza ya no genera revoluciones, sino acomodamientos. El pobre trata de encontrar algún lugar de adaptación. La adaptación es la única respuesta del pobre. El dinamismo se da en las emigraciones: pero sólo una minoría sigue ese camino.
P. ¿Cómo se ha conseguido esa conciencia resignada?
R. ¿Cómo? ¡Los medios! Los medios han difundido la consigna: la lucha no da resultados. Los pobres mueren sin ni siquiera saber lo que es la lucha. Desde niños ya aprenden a adaptarse: es el único medio para sobrevivir. Se trata de una victoria de los medios. Y del posmodernismo político. La gente siempre se organizaba, en sus luchas, alrededor de los centros, alrededor de las jerarquías: como no existen centros y no existen jerarquías, la única solución es ir cada uno por su cuenta y organizar en solitario la propia vida, la propia estrategia de supervivencia .
P. ¿Cómo escribir entonces?
R. La tarea del intelectual está clara: más que nunca debe trabajar para describir estas situaciones, para describirlas críticamente y para tratar de que la pobreza no siga enfrentada a su peor consecuencia: la ausencia absoluta de salidas, la sumisión a la cuna y al destino.
P. Se parece a la Edad Media.
R. Es la nueva Edad Media. Tiene razón Alain Minc.
P. Una Edad Media con periodismo.
R. Ésa es la gran novedad histórica.
P. Mayor novedad es que el periodismo sirva a la dominación y a la resignación.
R. La verdad es que ése parece ser su sentido global. Pero, claro, hay muchas maneras de ser periodista. Para mí, el periodismo es una misión. Viajo solo, en condiciones duras, tratando de llegar hasta los olvidados. Hay que tener salud y voluntad y curiosidad.
P. ¿No ha perdido la curiosidad con los años?
R. Todo lo contrario. Cada vez tengo más. Y cada vez vacilo menos a la hora de embarcarme en una nueva aventura. ¿Sabe?: es con ese riesgo con lo que pago mis libros y con lo que los hago fuertes. Y con lo que yo mismo puedo llegar a ser fuerte. Hace años, cuando en la agencia polaca los jefes me decían que estaba dando una visión incorrecta de la realidad lo único que me servía era decirles: yo he estado allí y vosotros no.
P. Tal vez por ello no hay verosimilitud, novelización, en ninguno de sus reportajes.
R. Lo que me ha interesado siempre es buscar una escritura que me sirviera para describir la realidad. Cuando era periodista de agencia me daba cuenta de que mis palabras no alcanzaban a describirla. Claro, que utilizaba muy pocas palabras ¡Teníamos poco presupuesto y cada palabra costaba lo suyo! Por eso me puse a escribir libros y de esta manera. En cuanto a la novela, nunca me ha interesado: la novela es una huida.

(El País, 14 de agosto de 2000)

11 de enero

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Las Ruinas Circulares

And if he left off dreamíng about you...

 Through the Looking-Glass, IV

Nadie lo vio desembarcar en la unánime noche, nadie vio la canoa de bambú sumiéndose en el fango sagrado, pero a los pocos días nadie ignoraba que el hombre taciturno venía del Sur y que su patria era una de las infinitas aldeas que están aguas arriba, en el flanco violento de la montaña, donde el idioma zend no está contaminado de griego y donde es infrecuente la lepra, Lo cierto es que el hombre gris besó el fango, repechó la ribera sin apartar (probablemente, sin sentir) las cortaderas que le dilaceraban las carnes y se arrastró, mareado y ensangrentado, hasta el recinto circular que corona un tigre o caballo de piedra, que tuvo alguna vez el color del fuego y ahora el de la ceniza. Ese redondel es un templo que devoraron los incendios antiguos, que la selva palúdica ha profanado y cuyo dios no recibe honor de los hombres. El forastero se tendi6 bajo el pedestal. Lo despertó el sol alto. Comprobó sin asombro que las heridas habían cicatrizado; cerró los ojos" pálidos y durmió, no por flaqueza de la carne sino por determinación de la voluntad. Sabía que ese templo era el lugar que requería su invencible propósito; sabía que los árboles incesantes no habían logrado estrangular, río abajo, las ruinas de otro templo propicio, también de dioses incendiados y muertos; sabía que su inmediata obligación era el sueño. Hacia la medianoche lo despertó el grito inconsolable de un pájaro. Rastros de pies descalzos, unos higos y un cántaro le advirtieron que los hombres de la región habían espiado con respeto su sueño y solicitaban su amparo o temían su magia. Sintió el frío del miedo y buscó en la muralla dilapidada un nicho sepulcral y se tapó con hojas desconocidas.

El propósito que lo guiaba no era imposible, aunque sí sobrenatural. Quería soñar un hombre: quería soñarlo con integridad minuciosa e imponerlo a la realidad. Ese proyecto mágico había agotado el espacio entero de su alma; si alguien le hubiera preguntado su propio nombre o cualquier rasgo de su vida anterior, no habría acertado a responder. Le convenía el templo inhabitado y despedazado, porque era un mínimo de mundo visible; la cercanía de los leñadores también, porque éstos se encargaban de subvenir a sus necesidades frugales. El arroz y las frutas de su tributo eran pábulo suficiente para su cuerpo, consagrado a la única tarea de dormir y soñar.

Al principio, los sueños eran caóticos; poco después, fueron de naturaleza dialéctica. El forastero se soñaba en el centro de un anfiteatro circular que era de algún modo el templo incendiado: nubes de alumnos taciturnos fatigaban las gradas; las caras de los últimos pendían a muchos siglos de distancia y a una altura estelar, pero eran del todo precisas. El hombre les dictaba lecciones de anatomía, de cosmografía, de magia: los rostros escuchaban con ansiedad y procuraban responder con entendimiento, como si adivinaran la importancia de aquel examen, que redimiría a uno de ellos de su condición de vana apariencia y lo interpolaría en el mundo real. El hombre, en el sueño y en la vigilia, consideraba las respuestas de sus fantasmas, no se dejaba embaucar por los impostores, adivinaba en ciertas perplejidades una inteligencia creciente. Buscaba un alma que mereciera participar en el universo.

A las nueve o diez noches comprendió con alguna amargura que nada podía esperar de aquellos alumnos que aceptaban con pasividad su doctrina y sí de aquellos que arriesgaban, a veces, una contradicción razonable. Los primeros, aunque dignos de amor y de bueno afecto, no podían ascender a individuos; los últimos preexistían un poco más. Una tarde (ahora también las tardes eran tributarias del sueño, ahora no velaba sino un par de horas en el amanecer) licenció para siempre el vasto colegio ilusorio y se quedó con un solo alumno. Era un muchacho taciturno, cetrino, díscolo a veces, de rasgos afilados que repetían los de su soñador. No lo desconcertó por mucho tiempo la brusca eliminación de los condiscípulos; su progreso, al cabo de unas pocas lecciones particulares, pudo maravillar al maestro. Sin embargo, la catástrofe sobrevino. El hombre, un día, emergió del sueño como de un desierto viscoso, miró la vana luz de la tarde que al pronto confundió con la aurora y comprendió que no había soñado. Toda esa noche y todo el día, la intolerable lucidez del insomnio se abatió contra él. Quiso explorar la selva, extenuarse; apenas alcanzó entre la cicuta unas rachas de sueño débil, veteadas fugazmente de visiones de tipo rudimental: inservibles. Quiso congregar el colegio y apenas hubo articulado unas breves palabras de exhortación, éste se deformó, se borró. En la casi perpetua vigilia, lágrimas de ira le quemaban los viejos ojos.

Comprendió que el empeño de modelar la materia incoherente y vertiginosa de que se componen los sueños es el más arduo que puede acometer un varón, aunque penetre todos los enigmas del orden superior y del inferior: mucho más arduo que tejer una cuerda de arena o que amonedar el viento sin cara. Comprendió que un fracaso inicial era inevitable. Juró olvidar la enorme alucinación que lo había desviado al principio y buscó otro método de trabajo. Antes de ejercitarlo, dedicó un mes a la reposición de las fuerzas que había malgastado el delirio. Abandonó toda premeditación de soñar y casi acto continuo logró dormir un trecho razonable del día. Las raras veces que soñó durante ese período, no reparó en los sueños. Para reanudar la tarea, esperó que el disco de la luna fuera perfecto. Luego, en la tarde, se purificó en las aguas del río, adoró los dioses planetarios, pronunció las sílabas lícitas de un nombre poderoso y durmió. Casi inmediatamente, soñó con un corazón que latía.

Lo soñó activo, caluroso, secreto, del grandor de un puño cerrado, color granate en la penumbra de un cuerpo humano aún sin cara ni sexo; con minucioso amor lo soñó, durante catorce lúcidas noches. Cada noche, lo percibía con mayor evidencia. No lo tocaba: se limitaba a atestiguarlo, a observarlo, tal vez a corregirlo con la mirada. Lo percibía, lo vivía, desde muchas distancias y muchos ángulos. La noche catorcena rozó la arteria pulmonar con el índice y luego todo el corazón, desde afuera y adentro. El examen lo satisfizo. Deliberadamente no soñó durante una noche: luego retornó el corazón, invocó el nombre de un planeta y emprendió la visión de otro de los órganos principales. Antes de un año llegó al esqueleto, a los párpados. El pelo innumerable fue tal vez la tarea más difícil. Soñó un hombre íntegro, un mancebo, pero éste no se incorporaba ni hablaba ni podía abrir los ojos. Noche tras noche, el hombre lo soñaba dormido.

En las cosmogonías gnósticas, los demiurgos amasan un rojo Adán que no logra ponerse de pie; tan inhábil y rudo y elemental como ese Adán de polvo era el Adán de sueño que las noches del mago habían fabricado. Una tarde, el hombre casi destruyó toda su obra, pero se arrepintió. (Más le hubiera valido destruirla.) Agotados los votos a los númenes de la tierra y del río, se arrojó a los pies de la efigie que tal vez era un tigre y tal vez un potro, e imploró su desconocido socorro. Ese crepúsculo, soñó con la estatua. La soñó viva, trémula: no era un atroz bastardo de tigre y potro, sino a la vez esas dos criaturas vehementes y también un toro, una rosa, una tempestad. Ese múltiple dios le reveló que su nombre terrenal era Fuego, que en ese templo circular (y en otros iguales) le habían rendido sacrificios y culto y que mágicamente animaría al fantasma soñado, de suerte que todas las criaturas, excepto el Fuego mismo y el soñador, lo pensaran un hombre de carne y hueso. Le ordenó que una vez instruido en los ritos, lo enviaría al otro templo despedazado cuyas pirámides persisten aguas abajo, para que alguna voz lo glorificara en aquel edificio desierto. En el sueño del hombre que soñaba, el soñado se despertó.

El mago ejecutó esas órdenes. Consagró un plazo (que finalmente abarcó dos años) a descubrirle los arcanos del universo y del culto del fuego. Íntimamente, le dolía apartarse de él. Con el pretexto de la necesidad pedagógica, dilataba cada día las horas dedicadas al sueño. También rehizo el hombro derecho, acaso deficiente. A veces, lo inquietaba una impresión de que ya todo eso había acontecido... En general, sus días eran felices; al cerrar los ojos pensaba: Ahora estaré con mi hijo. O, más raramente: El hijo que he engendrado me espera y no existirá si no voy.

Gradualmente, lo fue acostumbrando a la realidad. Una vez le ordenó que embanderara una cumbre lejana. Al otro día, flameaba la bandera en la cumbre. Ensayó otros experimentos análogos, cada vez más audaces. Comprendió con cierta amargura que su hijo estaba listo para nacer – y tal vez impaciente. Esa noche lo besó por primera vez y lo envió al otro templo cuyos despojos blanqueaban río abajo, a muchas leguas de inextricable selva y de ciénaga. Antes (para que no supiera nunca que era un fantasma, para que se creyera un hombre como los otros) le infundió el olvido total de sus años de aprendizaje.

Su victoria y su paz quedaron empañadas de hastío. En los crepúsculos de la tarde y del alba, se prosternaba ante la figura de piedra, tal vez imaginando que su hijo irreal ejecutaba idénticos ritos, en otras ruinas circulares, aguas abajo; de noche no soñaba, o soñaba como lo hacen todos los hombres. Percibía con cierta palidez los sonidos y formas del universo: el hijo ausente se nutría de esas disminuciones de su alma. El propósito de su vida estaba colmado; el hombre persistió en una suerte de éxtasis. Al cabo de un tiempo que ciertos narradores de su historia prefieren computar en años y otros en lustros, lo despertaron dos remeros a medianoche: no pudo ver sus caras, pero le hablaron de un hombre mágico en un templo del Norte, capaz de hollar el fuego y de no quemarse. El mago recordó bruscamente las palabras del dios. Recordó que de todas las criaturas que componen el orbe, el fuego era la única que sabía que su hijo era un fantasma. Ese recuerdo, apaciguador al principio, acabó por atormentarlo. Temió que su hijo meditara en ese privilegio anormal y descubriera de algún modo su condición de mero simulacro. No ser un hombre, ser la proyección del sueño de otro hombre ¡qué humillación incomparable, qué vértigo! A todo padre le interesan los hijos que ha procreado (que ha permitido) en una mera confusión o felicidad; es natural que el mago temiera por el porvenir de aquel hijo, pensado entraña por entraña y rasgo por rasgo, en mil y una noches secretas.

El término de sus cavilaciones fue brusco, pero lo prometieron algunos signos. Primero (al cabo de una larga sequía) una remota nube en un cerro, liviana como un pájaro; luego, hacia el Sur, el cielo que tenía el color rosado de la encía de los leopardos; luego las humaredas que herrumbraron el metal de las noches; después la fuga pánica de las bestias. Porque se repitió lo acontecido hace muchos siglos. Las ruinas del santuario del dios del fuego fueron destruidas por el fuego. En un alba sin pájaros el mago vio cernirse contra los muros el incendio concéntrico. Por un instante, pensó refugiarse en las aguas, pero luego comprendió que la muerte venía a coronar su vejez y a absolverlo de sus trabajos. Caminó contra los jirones de fuego. Éstos no mordieron su carne, éstos lo acariciaron y lo inundaron sin calor y sin combustión. Con alivio, con humillación, con terror, comprendió que él también era una apariencia, que otro estaba soñándolo.

Borges

Amy Bennett

El vigilante de la nieve

 

" Vigilaba la serenidad adherida a las sombras, los círculos donde se
depositan flores abrasadas, la inclinación de los sarmientos.
Algunas tardes, su mano incomprensible nos conducía al lugar sin
nombre, a la melancolía de las herramientas abandonadas.
Cada mañana ponía en los arroyos acero y lágrimas y adiestraba a los
pájaros en la canción de la ira: el arroyo claro para la hija
dulcemente imbécil; el agua azul para la mujer sin esperanza, la que
olía a vértigo y a luz, sola en el albañal entre banderas blancas,
fría bajo la sarga y los párpados ya amarillos de amor.
Era incesante en la pasión vacía. Los perros olfateaban su pureza y
sus manos heridas por los ácidos. En el amanecer, oculto entre las
sebes blancas, agonizaba ante las carreteras, veía entrar las sombras
en la nieve, hervir la niebla en la ciudad profunda. "

Antonio Gamoneda


Hubiera querido tener la audacia ...

Calles que vienen de las dársenas con su hacinamiento de casas destartaladas y decrépitas, que se echan a la cara el aliento, que zozobran. Persianas cerradas en los balcones bullentes de ratas y de viejas con el pelo lleno de sangre seca de garrapatas. Paredes desconchadas y borrachas que se inclinan al este y al oeste de su verdadero centro de gravedad. Cinta negra de las moscas que se anudan a los labios y a los ojos de los niños, húmedas perlas de las moscas estivales, invadiéndolo todo; bajo el peso de sus cuerpos caen los papeles matamoscas colgados en las puertas violetas de tiendas y cafés. Olor a sudor de los berberídeos, un olor como de alfombra de escalera en descomposición. Y los ruidos de la calle: grito agudo del aguatero que golpea sus recipientes de metal para anunciarse, chillidos inesperados dominando de vez en cuando el estrépito como si provinieran de algún animal pequeño y delicado al que arrancan las entrañas. Llagas como pantanos... la incubación de la miseria humana cobra tales proporciones que uno se queda estupefacto y todos los sentimientos humanos se desbordan y convierten en asco y terror.
Hubiera querido tener la audacia con que Justine se abría paso por esas calles hasta el café El Bab, donde yo la esperaba.

Fragmento de Justine de Lawrence Durrell .

Ciudad sin sueño

 

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Las criaturas de la luna huelen y rondan sus cabañas.
Vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan
y el que huye con el corazón roto encontrará por las esquinas
al increíble cocodrilo quieto bajo la tierna protesta de los astros.

No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Hay un muerto en el cementerio más lejano
que se queja tres años
porque tiene un paisaje seco en la rodilla;
y el niño que enterraron esta mañana lloraba tanto
que hubo necesidad de llamar a los perros para que callase.

No es sueño la vida. ¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda
o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.
Pero no hay olvido, ni sueño:
carne viva. Los besos atan las bocas
en una maraña de venas recientes
y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso
y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros.

Un día
los caballos vivirán en las tabernas
y las hormigas furiosas
atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas.

Otro día
veremos la resurrección de las mariposas disecadas
y aún andando por un paisaje de esponjas grises y barcos mudos
veremos brillar nuestro anillo y manar rosas de nuestra lengua.
¡Alerta! ¡Alerta! ¡Alerta!
A los que guardan todavía huellas de zarpa y aguacero,
a aquel muchacho que llora porque no sabe la invención del puente
o a aquel muerto que ya no tiene más que la cabeza y un zapato,
hay que llevarlos al muro donde iguanas y sierpes esperan,
donde espera la dentadura del oso,
donde espera la mano momificada del niño
y la piel del camello se eriza con un violento escalofrío azul.

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.
No duerme nadie.
Pero si alguien cierra los ojos,
¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!
Haya un panorama de ojos abiertos
y amargas llagas encendidas.
No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.

Ya lo he dicho.
No duerme nadie.
Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,
abrid los escotillones para que vea bajo la luna
las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.

                    Federico García Lorca

 

 

ABRO A LA MAÑANA...



Abro a la mañana de un blanco lunes
la ventana, y la calle indiferente
roba entre su luz y sus rumores
mi presencia infrecuente entre las hojas.
Este moverme... en días totalmente
fuera del tiempo que parecía consagrado
a mí, sin regresos ni paradas,
espacio lleno todo de mi estado,
casi prolongación de la existencia
mía, de mi calor, del cuerpo mío...
y se ha truncado... Estoy en otro tiempo,
un tiempo que dispone sus mañanas
en esta calle que yo miro, ignoto,
en esta gente fruto de otra historia

Versión de Delfina Muschietti

Pier Paolo Pasoli

Soy Cuba

 


" Y sin música, quiero decir sin orquesta, sin acompañante, comenzó a cantar una canción desconocida, nueva, que salía de su pecho, de sus dos enormes tetas, de su barriga de barril, de aquel cuerpo monstruoso, y apenas me dejó acordarme del cuento de la ballena que cantó en la ópera, porque ponía algo más que el falso, azucarado, sentimental fingido sentimiento de la canción, nada de la bobería amelcochada, del sentimiento comercialmente fabricado del feeling, sino verdadero sentimiento y su voz salía suave, pastosa, líquida, con aceite ahora, una voz coloidal que fluía de todo su cuerpo como el plasma de su voz y de pronto me estremecí. "

Guillermo Cabrera Infante
Ella cantaba Boleros (fragmento)

Como Agua del Cielo de Carver

Como Agua del Cielo de Carver

En 1988, cuando Raymond Carver se había convertido en el mejor cuentista vivo del mundo, se murió. Estaba en su mejor momento porque había dejado de beber, tenía una estimulante relación amorosa con la poeta Tess Gallagher, y hasta le condecoraban las universidades que en otros días le habrían escupido a la cara por borracho y desdichado. Le llegó la muerte cuando todo por fin le iba bien, quizá demasiado bien. Sus numerosos admiradores creyeron que era el punto final, que todo había ya terminado, que no habría ya nunca más cuentos del genio. En uno de los relatos de Tres rosas amarillas, su volumen de cuentos póstumo, podía leerse: "Se ha ido y nunca volverá. Punto final. Nunca jamás". El narrador de este cuento hablaba de esta forma porque había perdido a su mujer las rupturas de matrimonio eran uno de los platos favoritos de Carver , pero yo me acuerdo de haber leído esas líneas como si fueran la crónica de su muerte, anunciada por él mismo. Este tipo de lecturas trágicas de Carver era muy habitual, por aquellos días, entre sus desolados admiradores. "Se ha ido y nunca volverá. Punto final". Nadie parecía acordarse de que las viudas siempre encuentran carpetas.

Cuando se cumplían 10 años de su muerte aparecieron en unas carpetas "como agua caída directamente del cielo", nos dice Tess Gallagher cinco relatos inéditos, tres en la casa de Port Angeles, en Washington, donde Carver vivía y murió, y dos entre los papeles de la colección William Charvart de la biblioteca de la Universidad de Ohio. Los relatos hallados en la carpeta casera fueron publicados en la revista Esquire por Jay Woodruff, que había colaborado en el descubrimiento de los manuscritos. Y uno de los relatos encontrados en Ohio fue publicado en la revista Granta. Los cinco aparecen ahora en un solo volumen con el título genérico del quinto y último de los relatos, Si me necesitas, llámame.

Los cinco cuentos tienen el mismo gran nivel literario de otros relatos del autor, de modo que no son en ningún caso los restos de un festín. De hecho, el libro contiene más de una obra maestra, pienso en el primero y el quinto relatos. Es, por otra parte, un volumen algo distinto a los otros libros de cuentos de Carver, ya que contiene ciertos detalles novedosos, como por ejemplo la inédita hasta ahora carga autobiográfica de alguno de los cuentos, muy especialmente en Leña, que a pesar del tema tratado el drama de una sequía literaria carece de la habitual angustia carveriana, que es un matiz también visible en el resto de los cuentos, otra de las novedades de este volumen.

En Leña, el protagonista parte un camión de leña con la esperanza de que le ayude a superar el alcoholismo, la ruptura de su matrimonio y su sequía creadora como escritor, ya que no pasa nunca de la primera fase de su novela, una frase que le parece una solemne estupidez: "El vacío es el principio de todas las cosas".

¿Qué queréis ver? y Si me necesitas, llámame, los relatos encontrados en Ohio, tratan de rupturas de matrimonios y en ambos se repiten, casi literalmente, situaciones ya tratadas en anteriores cuentos del autor en Conservación y en Caballos en la niebla, respectivamente , lo que explicaría que, por su condición de borradores, estuvieran en Ohio, aunque es de aplaudir que hayan sido publicados, sobre todo porque Si me necesitas, llámame es una obra maestra, infinitamente superior a Caballos en la niebla, en mi opinión un relato imperfecto por su trazo cursi.

En Vándalos encontramos un desenlace sorprendente y genial y muy distinto de los habituales finales del escritor. En este cuento, Carver parece haber operado con un procedimiento narrativo inverso al que acostumbraba a utilizar. Es la profunda carga psicológica la que nos traslada a la realidad pura y dura, y no al revés, como en tantos otros cuentos suyos. Hay en él, por otra parte, una búsqueda de una mayor complejidad narrativa, lo que nos permite especular con la posibilidad de que se hubiera hartado de que se comparara su estilo seco y lacónico con el de Hemingway y hubiera decidido mandar a paseo la "dignidad de los icebergs" para acercarse a su más profunda y verdadera familia literaria: la de las baladas de los cazadores solitarios de Faulkner, Mac Cullers y Flannery O'Connor, las voces de la escuela del Sur.

Enrique Vila-Matas

Nunca he querido trabajar en otra cosa.

Nunca he querido trabajar en otra cosa.

PREMIO PRÍNCIPE DE ASTURIAS DE LAS LETRAS

Discurso de Paul Auster

No sé por qué me dedico a esto. Si lo supiera, probablemente no tendría necesidad de hacerlo. Lo único que puedo decir, y de eso estoy completamente seguro, es que he sentido tal necesidad desde los primeros tiempos de mi adolescencia. Me refiero a escribir, y en especial a la escritura como medio para narrar historias, relatos imaginarios que nunca han sucedido en eso que denominamos mundo real. Sin duda es una extraña manera de pasarse la vida: encerrado en una habitación con la pluma en la mano, hora tras hora, día tras día, año tras año, esforzándose por llenar unas cuartillas de palabras con objeto de dar vida a lo que no existe…, salvo en la propia imaginación. ¿Y por qué se empeñaría alguien en hacer una cosa así? La única respuesta que se me ha ocurrido alguna vez es la siguiente: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.

Esa necesidad de hacer, de crear, de inventar es sin duda un impulso humano fundamental. Pero ¿con qué objeto? ¿Qué sentido tiene el arte, y en particular el arte de narrar, en lo que llamamos mundo real? Ninguno que se me ocurra; al menos desde el punto de vista práctico. Un libro nunca ha alimentado el estómago de un niño hambriento. Un libro nunca ha impedido que la bala penetre en el cuerpo de la víctima. Un libro nunca ha evitado que una bomba caiga sobre civiles inocentes en el fragor de una guerra. Hay quien cree que una apreciación entusiasta del arte puede hacernos realmente mejores: más justos, más decentes, más sensibles, más comprensivos. Y quizá sea cierto; en algunos casos, raros y aislados. Pero no olvidemos que Hitler empezó siendo artista. Los tiranos y dictadores leen novelas. Los asesinos leen literatura en la cárcel. ¿Y quién puede decir que no disfrutan de los libros tanto como el que más?

En otras palabras, el arte es inútil, al menos comparado con, digamos, el trabajo de un fontanero, un médico o un maquinista. Pero ¿qué tiene de malo la inutilidad? ¿Acaso la falta de sentido práctico supone que los libros, los cuadros y los cuartetos de cuerda son una pura y simple pérdida de tiempo? Muchos lo creen. Pero yo sostengo que el valor del arte reside en su misma inutilidad; que la creación de una obra de arte es lo que nos distingue de las demás criaturas que pueblan este planeta, y lo que nos define, en lo esencial, como seres humanos. Hacer algo por puro placer, por la gracia de hacerlo. Piénsese en el esfuerzo que supone, en las largas horas de práctica y disciplina que se necesitan para ser un consumado pianista o bailarín. Todo ese trabajo y sufrimiento, los sacrificios realizados para lograr algo que es total y absolutamente… inútil.

La narrativa, sin embargo, se halla en una esfera un tanto diferente de las demás artes. Su medio es el lenguaje, y el lenguaje es algo que compartimos con los demás, común a todos nosotros. En cuanto aprendemos a hablar, empezamos a sentir avidez por los relatos. Los que seamos capaces de rememorar nuestra infancia recordaremos el ansia con que saboreábamos el cuento que nos contaban en la cama, el momento en que nuestro padre, o nuestra madre, se sentaba en la penumbra junto a nosotros con un libro y nos leía un cuento de hadas. Los que somos padres no tendremos dificultad en evocar la embelesada atención en los ojos de nuestros hijos cuando les leíamos un cuento. ¿A qué se debe ese ferviente deseo de escuchar? Los cuentos de hadas suelen ser crueles y violentos, describen decapitaciones, canibalismo, transformaciones grotescas y encantamientos maléficos. Cualquiera pensaría que esos elementos llenarían de espanto a un crío; pero lo que el niño experimenta a través de esos cuentos es precisamente un encuentro fortuito con sus propios miedos y angustias interiores, en un entorno en el que está perfectamente a salvo y protegido. Tal es la magia de los relatos: pueden transportarnos a las profundidades del infierno, pero en realidad son inofensivos.

Nos hacemos mayores, pero no cambiamos. Nos volvemos más refinados, pero en el fondo seguimos siendo como cuando éramos pequeños, criaturas que esperan ansiosamente que les cuenten otra historia, y la siguiente, y otra más. Durante años, en todos los países del mundo occidental, se han publicado numerosos artículos que lamentan el hecho de que se leen cada vez menos libros, de que hemos entrado en lo que algunos llaman la “era posliteraria”. Puede que sea cierto, pero de todos modos no ha disminuido por eso la universal avidez por el relato. Al fin y al cabo, la novela no es el único venero de historias. El cine, la televisión y hasta los tebeos producen obras de ficción en cantidades industriales, y el público continúa tragándoselas con gran pasión. Ello se debe a la necesidad de historias que tiene el ser humano. Las necesita casi tanto como el comer, y sea cual sea la forma en que se presenten –en la página impresa o en la pantalla de televisión–, resultaría imposible imaginar la vida sin ellas.

De todos modos, en lo que respecta al estado de la novela, al futuro de la novela, me siento bastante optimista. Hablar de cantidad no sirve de nada cuando nos referimos a los libros; porque no hay más que un lector, sólo un lector en todas y cada una de las veces. Lo que explica el particular influjo de la novela, y por qué, en mi opinión, nunca desaparecerá como forma literaria. La novela es una colaboración a partes iguales entre el escritor y el lector, y constituye el único lugar del mundo donde dos extraños pueden encontrarse en condiciones de absoluta intimidad. Me he pasado la vida entablando conversación con gente que nunca he visto, con personas que jamás conoceré, y así espero seguir hasta el día en que exhale mi último aliento.

Nunca he querido trabajar en otra cosa.



 

Para acabar con la filosofía

 

Mi filosofía

La evolución de mi filosofía se dio de la siguiente manera: mi mujer, al invitarme a probar el primer soufflé que había hecho, dejó caer por accidente una cucharadita del mismo sobre mi pie fracturándome varios pequeños huesos. Acudieron los médicos, hicieron y examinaron radiografías y me ordenaron un mes de cama. Durante la convalecencia, me concentré en la obra de algunos de los pensadores más eximios de Occidente —una pila de libros que yo había seleccionado para eventualidades como ésta. No presté atención al orden cronológico y empecé por Kierkegaard y Sartre, luego pasé rápidamente a Spinoza, Hume, Kafka y Camus. No me aburrí como me había temido; en cambio, me fascinó la energía con la que esas grandes mentes atacaban resueltamente la moral, el arte, la ética, la vida y la muerte. Recuerdo mi reacción a una observación típicamente luminosa de Kierkegaard: «Semejante relación, que se relaciona con su propio ser (es decir, un ser), debe haberse constituido a sí misma, o ha sido constituida por otra». El concepto me arrancó lágrimas de los ojos. ¡Dios santo, pensé, ser tan inteligente! (Soy un hombre con dificultades para escribir dos frases coherentes sobre «Un día en el zoo»..) La verdad es que el pasaje me resultó totalmente incomprensible, pero ¿qué más da si Kierkegaard se lo había pasado bien? Súbitamente me convencí de que la metafísica era lo que siempre había querido hacer: tomé mi bolígrafo y empecé en el acto a garabatear la primera de mis propias fantasías. La obra avanzó aprisa y en sólo dos tardes (con tiempo para echarme una siesta), completé la obra filosófica que espero no será descubierta hasta después de mi muerte o hasta el año 3000 (lo que ocurra primero) y que modestamente creo me asegurará un lugar privilegiado entre los pensadores de más peso en la historia. Aquí presento un breve ejemplo del cuerpo principal de tesoros intelectuales que lego a la posteridad, o hasta que llegue la mujer de la limpieza.
I. Crítica de la sinrazón pura
Al formular cualquier filosofía, la primera consideración siem¬pre debe ser: ¿Qué podemos saber? Es decir, qué podemos estar seguros de saber, o seguros de que sabemos que sabíamos, si realmente es de algún modo «cognoscible». ¿O lo habremos ol¬vidado todo y tenemos demasiada vergüenza de decir algo? Des¬cartes insinuó el problema cuando escribió: «Mi mente jamás puede conocer mi cuerpo, aunque se ha hecho bastante amiga de mis piernas». Por «cognoscible», dicho sea de paso, no quiero decir aquello que puede ser conocido por medio de la percepción de los sentidos o que puede ser comprendido por la mente, sino más bien aquello que puede decirse que es Conocido o que posee un Cono¬cimiento o una Conocibilidad, o por lo menos algo que puedas mencionar a un amigo.
¿Podemos en realidad «conocer» el universo? Dios santo, no perderse en Chinatown ya es bastante difícil. Sin embargo, el asunto es el siguiente: ¿Habrá algo allá fuera? ¿Y por qué? ¿Por qué tendrán que hacer tanto ruido? Por último, no cabe duda de que la característica de la «realidad» es que carece de esencia. Esto no quiere decir que no tenga esencia, sino simplemente que carece de ella. (La realidad a la que me refiero es la misma que describió Hobbes, pero un poco más pequeña.) Por lo tanto, el dictum cartesiano, «Pienso, luego existo», podría expresarse mejor por «¡Eh, allí va Edna con el saxofón!». Así pues, para conocer una sustancia o una idea, debemos dudar de ella y así, al dudar, llegamos a percibir las cualidades que posee en su estado finito, que están en, o son realmente «la misma cosa», o «de la cosa misma», o de algo, o de nada. Si esto está claro, podemos dejar por el momento la epistemología.
II. La dialéctica escatológica como medio de lucha contra el zona
Podemos decir que el universo consiste en una sustancia y que a esta sustancia la llamamos «átomo», o también «mónada». Demócrito la denominó átomo. Leibnitz la llamó mónada. Por fortuna, los dos hombres jamás se conocieron, de lo contrario se hubiera armado una discusión muy aburrida. Estas «partículas» fueron puestas en movimiento por alguna causa o principio fun¬damental, o quizás algo se cayó en algún lugar. El asunto es que ahora ya es demasiado tarde para remediarlo, salvo quizá comer mucho pescado crudo. Por supuesto, esto no explica por qué el alma es inmortal. Tampoco dice nada sobre una vida ultraterrena ni aclara la sensación que siente mi tío Sender de que le persiguen los albanos. La relación causal entre el primer principio (es de¬cir, Dios o viento fuerte) y cualquier concepción teológica del ser (Ser), según Pascal, es «tan ridícula que ni siquiera es graciosa (Graciosa)». Schopenhauer llamó a esto «voluntad», pero su médico la diagnosticó como fiebre del heno. En sus últimos años, se amargó por eso o, más aún, por la creciente sospecha de que él no era Mozart.
III. El cosmos por cinco dólares al día
¿Qué es, entonces, lo «bello»? ¿La fusión de la armonía con lo justo, o la fusión de la armonía con algo que sólo se parece a «lo justo»? Quizá la armonía se haya fundido con «la costra terrestre» y eso es lo que nos ha estado dando tantos problemas. La verdad, podemos estar seguros, es la belleza —o «lo necesario». Es decir, lo que es bueno, o que posee las cualidades de «lo bueno», da como resultado «la verdad». Si no lo da, siempre puedes apostar a que la cosa no es bella, aunque aún puede que sea impermeable. Estoy empezando a pensar que tenía razón antes y que todo tendría que fusionarse con la costra. Ah, bueno.
Dos parábolas
Un hombre se acerca a un palacio. La única entrada está guardada por unos fieros hunos que sólo dejan pasar a hombres llamados Julius. El hombre trata de sobornar a los guardias ofre¬ciéndoles por un año las mejores partes del pollo. Ellos ni se burlan de su oferta ni la aceptan, sino que simplemente lo cogen por la nariz y se la tuercen hasta que parezca un tornillo. El hombre dice que tiene que entrar a la fuerza en el palacio porque le trae al emperador una muda de calzoncillos. Al ver que los guardias siguen negándose, el hombre empieza a bailar el charleston. Ellos parecen divertirse con su baile, pero pronto se ponen tristes por el trato que el gobierno federal otorga a los navajos. Sin aliento, el hombre se derrumba. Muere sin haber visto al emperador y dejando una deuda de sesenta dólares a los de la Steinway por un piano que les había alquilado en agosto.
Me entregan un mensaje para un general. Cabalgo y cabalgo, pero el cuartel general del general parece distanciarse siempre más. Por último, se arroja sobre mí una gigantesca pantera negra que me devora la mente y el corazón. Me paso la tarde terriblemente angustiado. Por más que lo intente, no puedo llegar al general a quien veo corriendo a lo lejos en shorts y musitando la palabra «nuez moscada» a sus enemigos.

Aforismos

Es imposible vivir la propia muerte con objetividad y, además, cantar una canción.
* * *
El universo no es más que una idea transitoria en la mente de Dios. Es un hermoso pensamiento, aunque bastante incómodo, sobre todo si acabas de pagar el anticipo de una casa.
* * *
La nada eterna está muy bien si vas vestido para la ocasión.
* * *
¡Ojalá viviera Dionisos! ¿Dónde comería?
* * *
No sólo no hay Dios, sino que ¡intenta conseguir un electricista en un fin de semana!

El padre

El padre

El bebé estaba en una canasta al lado de la cama, y llevaba puesto un pelele y un gorro blanco. La canasta de mimbre estaba recién pintada, acolchada con pequeños edredones azules y sujeta con cintas de color azul claro. Las tres hermanitas y la madre, que se acababa de levantar de la cama y aún no se había despertado del todo, y la abuela rodeaban todas al bebé y observaban cómo miraba con fijeza y de cuando en cuando se llevaba el puño a la boca. No sonreía ni reía, pero a veces parpadeaba y movía la lengua entre los labios cuando una de las niñas le pasaba la mano por la barbilla.
El padre estaba en la cocina y les oía jugar con el bebé.
-¿A quién quieres tú pequeñín? - dijo Phyllis-, y le hizo cosquillas en la barbilla.
-Nos quiere a todos - dijo Phyllis-, pero al que quiere de veras es a papá, ¡porque papá también es chico!
La abuela se sentó en el borde de la cama y dijo:
-¡Mirad su bracito! Tan gordo. ¡Y esos deditos! Igualitos que los de su madre.
-¿No es una preciosidad? -dijo la madre-. Tan sano, mi niñito. -Se inclinó sobre la cuna, besó al bebé en la frente y tocó la colcha que le tapaba el brazo-. Nosotros también le queremos.
-¿Pero a quién se parece, a quién se parece? -exclamó Alice, y todas ellas se acercaron a la canasta para ver a quién se parecía.
-Tiene los ojos bonitos -dijo Carol.
-Todos los bebés tienen los ojos bonitos -dijo Phyllis.
-Tiene los labios del abuelo -dijo la abuela-. Fijaos en esos labios.
-No sé...-dijo la madre-. No sabría decir.
-¡La nariz! ¡La nariz! -gritó Alice.
-¿Qué pasa con su nariz? -preguntó la madre.
-En la nariz se parece a alguien -dijo la niña.
-No, no sé... -dijo la madre-. No creo.
-Esos labios...- dijo entre dientes la abuela-. Esos deditos... - dijo, destapando la mano del bebé y extendiéndole los menudos dedos.
-¿A quién se parece este niño?
-No se parece a nadie -dijo Phyllis. Y todas se acercaron aún más a la canasta.
-¡Ya sé! ¡Ya sé! - dijo Carol-. ¡Se parece a papá! -Todas miraron al bebé de muy cerca.
-¿Pero a quién se parece su papá? - preguntó Phyllis.
-¿A quién se parece papá?- repitió Alice, y entonces todas ellas miraron a la vez hacia la cocina, donde el padre estaba en la mesa, de espaldas a ellas.
-¡Vaya, a nadie! -dijo Phyllis, y se puso a lloriquear un poco.
-Calla -dijo la abuela, apartando la mirada. Luego volvió a mirar al bebé.
-¡Papá no se parece a nadie! -dijo Alice.
-Pero tendrá que parecerse a alguien -dijo Phyllis, secándose los ojos con una de las cintas. Y todas salvo la abuela miraron al padre, que seguía sentado en la cocina.
Se había dado la vuelta en su silla y tenía la cara pálida y sin expresión.

Raymond Carver

Borges viene a cenar

Una tarde de 1931, uno de los escritores jóvenes de mayor renombre en Argentina conoció a un muchacho envenenado de literatura. Hablaron de libros y se volvieron inseparables. El joven, de 32 años, se llamaba Jorge Luis Borges. El muchacho, de 17, Adolfo Bioy Casares. No había pasado un lustro cuando concibieron su primera obra a cuatro manos, un extravagante folleto comercial sobre las virtudes de "un alimento más o menos búlgaro": la cuajada. Lejos de toda frivolidad, aquel legendario cuadernillo tuvo para Bioy un carácter iniciático: "Después de su redacción yo era otro escritor. Toda colaboración con Borges equivalía a años de trabajo". Aquella primera tentativa de literatura láctea desembocó en el nacimiento de Bustos Domecq, el nombre con el que los dos amigos firmaron varias colecciones de cuentos policiales en los que, según Borges, él ponía los argumentos y Bioy, "las frases".

Lo mismo cabría decir de las notas que el propio Bioy Casares dedicó en sus diarios al autor de El Aleph. En efecto, aquél puso los argumentos y éste, las palabras a lo largo de centenares de encuentros consignados la mayoría de las veces con el mismo encabezamiento: "Come en casa Borges". De las 20.000 páginas de cuadernos íntimos que Bioy escribió a lo largo de su vida, su relación con Borges ocupa 1.700. Son las que antes de morir, en 1999, preparó para su publicación con la ayuda de Daniel Martino, su albacea. El resultado es un vibrante adoquín lleno de nombres pero sin índice onomástico que, con el escueto título de Borges, la editorial Destino publicará en todo el mundo de habla hispana el próximo día 19. Aunque el libro se extiende entre 1931 y 1989, la verdad es que Bioy resume los 15 primeros años en una decena de páginas. Eso sí, brillantes. Son los tiempos del primer encuentro, de la cuajada, la fundación de revistas y editoriales efímeras y de la boda, en 1940, entre Adolfo Bioy Casares y la también escritora Silvina Ocampo. El padrino fue, por supuesto, Borges.

Como era de esperar, los diarios borgianos de Bioy están llenos de literatura. Cena tras cena, los dos escritores van alimentando lo que en una entrevista el propio Borges admitió como una profunda amistad "sin intimidad" cuya piedra angular eran los libros. Así, si Georgie se consideraba irónicamente "un viejo discípulo" de Adolfito, éste reconoce nada más abrir sus anotaciones que su amigo le hizo comprender la inutilidad de la libertad total, "la libertad idiota" que había defendido literariamente hasta entonces. Por supuesto, donde hay literatura hay literatos. Así, por aquella mesa pasó también la admiración por los clásicos "queribles" -Stevenson, Kafka, Cervantes, Montaigne- y el desdén por contemporáneos como Ortega, Baroja, Juan Ramón Jiménez -los suecos del Nobel "son mejores para inventar la dinamita que para dar premios"-, Alberti -Marinero en tierra "es una porquería"-, Sábato -"su conversación es anecdótica, sin pensamiento"- o Augusto Roa Bastos -"un subalterno"-.

Con todo, en casi 2.000 páginas cabe mucha literatura pero también mucha vida. Caben los temores de Borges a no ser reconocido por los porteros de la Biblioteca Nacional de Buenos Aires cuando fue nombrado director en 1955 y caben los crecientes problemas de retina que terminarían en ceguera. Y cabe, con cuentagotas, la política, más la internacional que la doméstica pese al peronismo y al golpe militar de 1976. Así, durante la guerra de los Seis Días, el autor de El libro de arena arremete contra los que defienden la causa árabe frente a Israel: "Los fascina la bajeza [...] Si hubiera una guerra entre suizos y lapones todos serían partidarios de los lapones [...] Los árabes de hoy no son los que levantaron la Alhambra", decía Borges.

Reconocido seductor, Bioy relata menos sus propias aventuras que las tormentosas relaciones de su amigo, que en 1967 se casa con Elsa Astete. "Pongo mi destino en manos de una desconocida", recuerda que dijo Borges. Una desconocida a la que Bioy encuentra ignorante pero respetuosa, "en actitud de sierva enamorada". Cuando llega el turno de María Kodama -con la que Borges, divorciado de Astete, se casó en Ginebra poco antes de morir en 1986-, el tono de las anotaciones no ahorra acritud. Al principio Bioy evita azuzar las inquinas desatadas contra Kodama, a la que algunos consideraban responsable de que el escritor muriera lejos de sus amigos argentinos: "Borges me dijo que para morir da lo mismo un sitio que otro. Y qué lujo: tener un amor, y aun mal de amores a los ochenta y tantos". Pasado el tiempo, cambian las formas: "María es una mujer de idiosincrasia extraña; acusaba a Borges por cualquier motivo; lo castigaba con silencios (recuérdese que estaba ciego); lo celaba (se ponía furiosa ante la devoción de los admiradores). Junto a ella vivía temiendo enojarla". El diario se cierra con un último recuerdo. Antes de morir, alguien grabó a Borges cantando tangos. Y Bioy apunta: "Dicen que en esa grabación Borges ríe con la risa de siempre".

J. RODRÍGUEZ MARCOS  -  Madrid

El País.es

No me lo puedo creer

FÉLIX DE AZÚA

De esto hace ya cinco años, pero la semana pasada lo recordé y he podido reconstruirlo con un poco de paciencia. En diciembre de 2001, Raymond Tallis lanzaba una sorprendente acusación contra Michel Foucault, con la excusa de comentar un libro que exponía una posible historia de la falsedad. El artículo venía anunciado en la portada del Times Literary Supplement, lo que le daba un carácter marcadamente solemne.

El argumento de Tallis era un clásico: a su entender, Foucault nunca creyó seriamente en su propia formulación teórica de que las "verdades objetivas" no eran sino manifestaciones del poder dominante y por lo tanto tan relativas y efímeras como el poder mismo. Sin embargo, luego añadía un contraargumento. Basándose en la biografía de Foucault escrita por David Macey, afirmaba que cuando en 1980 el filósofo fue advertido por sus colegas americanos sobre una peligrosa enfermedad que afectaba sobre todo a los homosexuales, éste reaccionó como si de verdad creyera en sus propias teorías: no hizo el menor caso, lo consideró una intoxicación homofóbica, la típica "verdad" creada por los media al servicio de un poder represivo, un cuento de terror para impedir la libre circulación sexual, etcétera. Era entonces profesor invitado en Berkeley y pasaba una de sus etapas más eufóricas y de mayor promiscuidad sexual.

Todo lo cual sería materia de confesionario o basura para la prensa del chisme, de no ser porque una vez infectado por el virus siguió sin admitir la existencia del sida y consecuentemente no avisó a ninguno de sus colegas sadomasoquistas, ni siquiera en el año de su muerte, en 1983. Convertido en mártir de sus propias convicciones relativistas, el problema era que había creado, de paso, un buen número de mártires involuntarios que quizás se hubieran salvado de haber sido diagnosticados a tiempo. El relativismo de Foucault le había costado bastante caro a un montón de gente a la que supuestamente apreciaba.

Como era de esperar, uno de sus amigos, Richard Sennett, replicó que todo era un montón de mentiras y que Foucault estaba demasiado ocupado trabajando como para convertirse en una fiera predadora. Muy al contrario, decía Sennett, el filósofo se encontraba tan delicado de salud en sus últimos tres años que no podría haber mantenido relaciones sexuales ni aun queriendo. Aunque, eso sí, le encantaba alardear como si las tuviera. De un modo impecable, la respuesta al puritano Sennett vino del departamento de sociología de la universidad de Brighton. Confirmaban que Foucault jamás se había apeado de sus convicciones relativistas, no había admitido la existencia del sida, pero que era imposible conocer su comportamiento sexual de los últimos años como no fuera mediante testigos directos, así que si Sennett sabía algo (algún fact) tenía la obligación de comunicarlo.

La verdad es que el problema no es fácil de formular y tiende a deslizarse por la vía del chismorreo, pero es un buen ejemplo de la responsabilidad del intelectual, esa criatura habitualmente irresponsable. ¿Deben los teóricos respetar sus propias teorías? ¿Las invalida un comportamiento contrario a las mismas? ¿Por qué es muy grave que un congresista americano defensor del menor resulte un pederasta, pero no lo es que Brecht, paladín de los explotados, explotara a sus amantes, las hiciera trabajar como mulas, y no les pagara un duro?

El caso es retorcido porque un relativista moral como Foucault mantiene que la doblez moral no sólo no invalida la teoría sino que la confirma, de modo que la inmoralidad de algún moralista como Brecht no es sino la prueba del nueve del relativismo moral. Por eso daba tanta risa la intervención de otro defensor del fallecido, Hill Luckin (18 enero), el cual afirmaba que Foucault no había sido "un relativista absoluto" y que no había que exagerar. En efecto, a todos nos gustaría saber qué es un "relativista relativo".

La cuestión quedó más ordenada y elegante gracias a John Hargreaves, el cual escribió que si alguien cree seriamente "que el conocimiento científico, como todo conocimiento, es un constructor lingüístico y por tanto sólo es una justificación del poder", entonces la destrucción de vidas humanas que podrían salvarse es algo inevitable. No se está hablando, en consecuencia, de un episodio privado con algunas perso

-nas muertas "por una infección sociolingüística", sino de las muchas que morirían si se aceptara el relativismo seriamente, políticamente. Si el relativismo penetrara en la estructura administrativa de la sociedad, la destrucción sería inevitable. Y quizás es lo que está sucediendo. El islamismo ha llegado en el momento adecuado.

Una semana más tarde Ian James trataba aún de salvar a Foucault tirando por elevación. Según decía, el relativismo arrancaba de la fenomenología de Husserl y llegaba hasta su desenlace en Heidegger. La mención de los padres desviaba la culpa del hijo y ponía al relativismo en un área prohibida para los empiristas, idealistas, positivistas y en fin para todos aquellos que no fueran relativistas. La consecuencia era que la verdad de Foucault sólo es verdadera para los foucaultianos lo cual, sin duda, confirma el relativismo de Foucault.

El círculo me parecía ya excesivamente vicioso. Cuando dos números más tarde regresó Raymond Tallis para pulverizar a Sennett y a Wright, abandoné la querella. Quizás ha tenido alguna continuación interesante. En todo caso, y a la vista del intercambio, parece evidente que, en resumidas cuentas, los partidarios de la verdad objetiva pueden ser informados de sus errores mediante razonamientos verdaderos (en los cuales creen), en tanto que un relativista no puede ser convencido de absolutamente nada porque cualquier razonamiento que debilite su posición entrará a formar parte de los "discursos de confirmación del poder". Incluido el suyo.

He recordado esta bella batalla, digna de una novela, pensando en aquellas otras batallas entre comunistas y demócratas en tiempos de Foucault, cuando ambas palabras designaban a individuos reales. Cualquier argumento o dato (fact) que debilitara la utopía comunista, por ejemplo la barbarie estalinista o el totalitarismo de Castro tan similar al franquista, era inmediatamente considerado un argumento pro yanqui y descartado con una risita de superioridad. Lo mismo sucede, en la actualidad, con los ideólogos del nacionalismo: es inútil razonar con ellos si no es para coincidir de inmediato y en todo lo que exponen. Cualquier dato, hecho, argumento o razonamiento que debilite su creencia es inmediatamente interpretado como infección sociolingüística del nacionalismo enemigo.

Por una pelmaza deriva de los astros, veinte años después de muerto Foucault la totalidad de la vida política española se ha hecho de un relativista que deja a Foucault como un teócrata. Tiene mucha gracia que se enfrenten dos posiciones de las que no hay una que defienda la razón o la verdad o algo similar y otra que la relativice, sino que ambas defienden la inexistencia de verdad, razón o algo similar en el terreno moral. Ambas saben que sus discursos sobre la justicia, el derecho, la patria o la libertad son una mera defensa del poder que administran y que la "verdad" se construye relativamente al discurso enemigo. Si el enemigo habla a favor del filete de buey, nosotros nos haremos furibundos vegetarianos. Y si, aunque sea contradictorio, aboga por los derechos de los animales, nosotros seremos humanistas a rajatabla.

Y no es cinismo, como en tiempos de Maura, sino auténtico y fundado relativismo. Por decirlo de un modo educado, es un cinismo con estudios de secundaria. Confiemos en que no provoque muchas víctimas. Sobre todo entre sus propios partidarios.


 

Esta tarde murió en Ginebra

Esta tarde murió en Ginebra

ADOLFO BIOY CASARES  

 - 1986. Viernes 14 de febrero. Ferrari me dice que está preocupado por la falta absoluta de noticias de Borges. [...] Al rato me confiesa que Fanny le contó que según el nuevo médico Borges está en una clínica, probablemente en Ginebra. Borges me dijo: "No estoy nada bien. No sé cómo me irá. Tanto da morir en una parte o en otra". A Fanny le habría dicho: "Ojalá que en este viaje me muera". (Sin embargo, últimamente Borges recordaba el proverbio chino que dice: "No hay hombre tan joven que no pueda morir mañana, ni hombre tan viejo que no pueda vivir un año". ¿No es que desea morir? Pienso que proclama eso porque es más fácil expresar el deseo de morir que el deseo de seguir viviendo. Además, el que desea la muerte es un filósofo valiente y el que desea seguir viviendo es un mentecato ofuscado y ególatra).

- Lunes 12 de mayo. Hoy hablé con Borges, que está en Ginebra. A eso de las nueve, cuando íbamos a tomar el desayuno, llamó al teléfono. Silvina atendió. Pronto comprendí que hablaba con María Kodama. Silvina le preguntó cuándo volvían: María no contestó a esa pregunta. Silvina habló también con Borges y volvió a preguntar: "¿Cuándo vuelven?". Me dio el teléfono y hablé con María. Le comuniqué noticias de poca importancia sobre derechos de autor (una cortesía, para no hablar de temas patéticos). Me dijo que Borges no estaba muy bien, que oía mal, y que le hablara en voz alta. Apareció la voz de Borges y le pregunté cómo estaba. "Regular, no más", respondió, "Estoy deseando verte", le dije. Con una voz extraña, me contestó: "No voy a volver nunca más". La comunicación se cortó. Silvina me dijo: "Estaba llorando". Creo que sí. Creo que llamó para despedirse.

- Sábado 14 de junio. Después de almorzar en La Biela, con Francis Korn, decidí ir hasta el quiosco de Ayacucho y Alvear. Un individuo joven, con cara de pájaro, me saludó y me dijo, como excusándose: "Hoy es un día muy especial". Cuando por segunda vez dijo esa frase le pregunté: "¿Por qué?". "Porque falleció Borges. Esta tarde murió en Ginebra", fueron sus exactas palabras. Seguí mi camino. Pasé por el quiosco. Fui a otro de Callao y Quintana, sintiendo que eran mis primeros pasos en un mundo sin Borges. Que a pesar de verlo tan poco últimamente yo no había perdido la costumbre de pensar: "Tengo que contarle esto. Esto le va a gustar. Esto le va a parecer una estupidez". Pensé: "Nuestra vida transcurre por corredores entre biombos. Estamos cerca unos de otros, pero incomunicados. Cuando Borges me dijo por teléfono desde Ginebra que no iba a volver y se le quebró la voz y cortó, ¿cómo no entendí que estaba pensando en su muerte? Nunca la creemos tan cercana. La verdad es que actuamos como si fuéramos inmortales. Quizá no pueda uno vivir de otra manera. Irse a morir a una ciudad lejana tal vez no sea tan inexplicable. Cuando me he sentido muy enfermo a veces deseé estar solo: como si la enfermedad y la muerte fueran vergonzosas, algo que uno quiere ocultar".

El epistolario del joven poeta

El epistolario del joven poeta

Se publican 400 cartas de Juan Ramón Jiménez, muchas inéditas, en el 50º aniversario del Nobel

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Madrid, primera quincena

de mayo de 1915]

Queridísima mamá:

verdaderamente, no sé qué tiempo hace que no encuentro un rato largo de tranquilidad para poder escribiros despacio como yo quisiera siempre. Se pasan los días, uno tras otro, y siempre corriendo. No sé las cosas que se me han acumulado últimamente y que me tienen sin reposo. También estaba esperando para poder mandar a usted el dinero de estos 3 meses, marzo, abril y mayo. Hasta fin de este mes, en que me pagarán una traducción, no me será posible. He tenido que hacerme ropa blanca, pues desde que me vine, hace dos años y medio, no me había hecho nada y aquí se destroza horriblemente todo. Me he tenido que comprar camisas, calzoncillos y calcetines, y, ahora, hacerme el traje de verano, y el sombrero ¡y qué sé yo! Y como no es posible dejar de hacerlo así... Luego, no es posible moverse sin gastar. Sólo en tranvía se me van 2 pesetas diarias. Esto no es una disculpa. Pero ya le digo a usted que estaba esperando poder avisarle que le enviaba el dinero. Ya le digo a usted que será a fin de este mes. La medallita de Juanito Ramón está lista, pero también estoy esperando cobrar lo que digo, que son 50 duros, para recogerla y pagarla. No me gusta pedir prestado porque aquí no me conviene hacerlo. Al momento se sabe todo, y ya digo que no me conviene. Desde el viaje de diciembre, vengo apurado, y no quiero que aquí se sepa. A ver si en octubre, como espero, me aumentan mi sueldo aquí, y entonces será otra cosa. Yo no quería contarle a usted nada y por eso no le escribía, pero como prefiero contárselo a que crea usted que la olvido, lo hago. Dios querrá que todo venga a bien.

Me pregunta usted por Zenobia. Seguimos como siempre, muy bien; yo, un poco triste porque no puedo casarme ya, como quisiera. Hay que esperar a que todo mejore un poco. Ella es muy buena y me ayuda mucho, en las traducciones del inglés que estoy haciendo. Ahora vamos a dar tres libros, por cuenta nuestra, y espero que ganaremos bastante, pero antes hemos tenido que comprar papel y pagar imprenta, derechos de traducción, etc.; yo, con algo que me prestó Ignacia. Lo que yo gano ahora, apenas si llega a cubrir mis gastos necesarios. Pero para octubre creo que tendré lo suficiente.

A Ignacia, esperando darle noticias, no le he escrito tampoco. Todos los días le pregunto, por teléfono, al procurador, y siempre me responde que no hay nada nuevo. Parece que están rehaciendo los autos. Hormaechea tampoco sabe nada.

Pepe está bien, estudiando bastante. Me dice que esta noche escribirá a su madre. Yo voy a irme a la otra casa, pues como esto está en el campo, para ir y venir hace un calor grandísimo. Ellos no lo sienten, porque sólo salen a las horas en que refresca, y aquí dentro se está muy bien.

A Eustaquio, que he preguntado cien veces lo que quiere, pero nadie me da noticias concretas. Últimamente le he escrito a un ingeniero amigo mío, Orueta, que me dicen que podrá informarme. Aún no me ha contestado. Le escribiré a Eustaquio mañana. Léale usted lo que le digo de la medalla; que no es olvido, sino que estoy apurado y no puedo recogerla hasta dentro de unos días.

Abrazos y besos, y para usted todo el cariño de su hijo que no la olvida un momento,

J. R.

[Madrid, finales de octubre de 1915]

Queridísima mamá:

por su carta vi con gusto que seguíais bien. Nosotros también lo estamos. Me habla usted de su preocupación con motivo de mi nuevo cargo. No tengo la menor intención de dejar la Residencia. Lo probable es que la Casa Calleja y la Residencia se unan en el asunto editorial. Estoy aquí por la mañana y en la Resid por la tarde. Por el momento es bastante trabajo, pero todo se arreglará en cuanto se normalice la marcha de cada cosa. A primero de año sale una revista, La Revista Española, al frente de la cual estoy como redactor jefe. Es de esta misma casa. Será lo mejor que se ha hecho en España en este tipo de cosas. Es mensual y en ella colabora lo más escogido de los hombres ilustres de España y del extranjero. Ya la recibirán ustedes. Y otras muchas cosas.

Volvió Zenobia, muy bien de salud. Y creo que nos casaremos para esta primavera. Dios dirá. A fin de mes le mandaré a usted sus 15 duros. Y cuando pueda más, también.

Recuerdos, abrazos y besos a todos. Para usted el mejor cariño de su hijo que no la olvida nunca

J. R.

Un gángster con los calzoncillos de un cardenal

Un gángster con los calzoncillos de un cardenal

Todos en el fondo somos sospechosos de un crimen. Unos, porque lo cometieron; el resto, porque estamos a la espera de dar con nuestra víctima. Muchos hombres se libran de ir a la cárcel porque les da pereza pasar por la armería. O porque no concurren en su vida las circunstancias que le cambiarían de camino los pies.


Se dice que la educación y la cultura frenan mucho la violencia.Yo creo que en realidad sólo la refinan y que un tipo culto y educado tiene sobre el asesino soez la ventaja de que no le importaría darle las buenas noches a sus cadáveres. Pero sometidos a las mismas circunstancias, todos los hombres seríamos igualmente perversos. Se dan en las alturas financieras horrendos crímenes de una delicada bestialidad. Los ricos urden sus asesinatos en la frialdad del despacho, rodeados de una corte de abogados y en contacto telefónico con el matón de la cloaca, un tipo cuya conciencia funciona a discreción, como un servicio público, como un taxi. El asesino a sueldo no le tiene rencor a su víctima. Simplemente hace su trabajo y procura hacerlo bien, sin dejar huellas y ni un cabo suelto que le una a quien alquiló su pistola. Antiguamente la gente se mataba por algo personal, por una deuda largo tiempo aplazada, por el amor de una mujer sudada o por el desigual reparto de un botín. Mientras los ricos fundaban empresas, los pobres ampliaban los cementerios con los cadáveres de los suyos. A un rico, otro rico no necesitaba asesinarlo. En la alta sociedad bastaba con retirar el saludo o modificar el testamento en el notario. La saña que el marginal ponía en la matanza, el rico la empleaba solo en el papeleo.


Todavía se conservan en las páginas de los periódicos rudimentarios crímenes cometidos por el insostenible peso de la pasión, urdidos en el lodo del vicio, causados por una mala tarde al póker o por el estrés de una retención de tráfico. Pero empiezan a ser una anécdota al lado de los nuevos formatos de una delincuencia perfectamente planificada en cuya estructura la improvisación cede ante la jerarquía. El crimen se ha convertido en algo frío, pulcro y ético como una iglesia o como un dispensario. Y todo empezó hace ochenta años, cuando un tal Capone creó aquella implacable maquinaria en cuyo funcionamiento la crueldad se destilaba con sutiles dosis de cortesía, de modo que el crimen organizado se revistió de la sana apariencia de la familia, como una rama noctámbula de los jesuitas. Capone ordenaba sus crímenes con una mezcla de odio y pudor, cuidándose de no ofender al mismo tiempo al Cielo y al FBI, con esa extraña deontología de alguien que se siente a salvo de la ira de Dios por haber ido de putas con los calzoncillos de un cardenal .

José Luis Alvite

La trágica tiranía del poeta laureado

La trágica tiranía del poeta laureado

La gran poetisa estadounidense Sylvia Plath, su marido, el también gran poeta británico Ted Hughes, y la amante de éste, Assia Wevill, compusieron un triángulo de muerte. La sombra de Sylvia Plath, que se suicidó en febrero de 1963, dos años después de que Hughes la abandonara por Assia, nubló la íntima relación de ésta con el poeta. Y la tragedia volvió a repetirse la noche del 25 de marzo de 1969, cuando la amante de Hughes dejó abierta la llave del gas de su piso de Londres y murió, llevándose también la vida de la hija de ambos, Shura. Una reciente biografía desempolva detalles de la tormentosa trayectoria de ambos y revela el tiránico régimen de convivencia que le exigió el controvertido poeta laureado británico.

Los vértices de un triángulo maldito se unieron en 1961, año en que se conocieron las dos parejas, la compuesta por Ted Hughes y Sylvia Plath y la que formaban David Wevill, también poeta, y su mujer Assia. Ésta tenía 34 años y una larga experiencia en cuestiones de amor y de supervivencia. Había huido con su familia de la Alemania nazi para instalarse en Tel Aviv, donde conoció a su primer marido, el sargento británico John Steel. Se casaron en 1946.

 

De una belleza "salvaje", Assia era una mujer independiente y con fama de salirse siempre con la suya. Licenciada en Literatura por la Universidad de Vancouver, escribía poemas y trabajaba en una agencia de publicidad. En una travesía desde Canadá, en 1960, conoció a David Wevill y rehízo con él su vida en Londres. Hasta tropezar con Hughes.

 

"Voy a seducir a Ted", anunció a su jefa publicista la víspera de visitar a Hughes y Plath en su caserío de Devon. Fue el principio de la cuesta abajo que detallan con precisión los periodistas israelitas Yehuda Koren y Eilat Negev en A lover of unreason: the life and tragic death of Assia Wevill (Un amante de la sinrazón: la vida y trágica muerte de Assia Wevill). Para construir la biografía, los coautores entrevistaron a 70 amigos, conocidos y familiares de Assia. También hablaron con Hughes un año antes de que muriera de cáncer en 1998. Tuvieron además acceso a los diarios, cartas personales y una nota de suicidio que escribió a su padre, el médico Lonya Gutman.

 

Wevill se sintió atormentada con el suicidio en Londres de Sylvia Plath. Creía que los íntimos de la poetisa le culpaban de destrozar su matrimonio con Hughes. "La hostilidad y el afilado desprecio de los amigos de Ted son a veces insoportables", confesó a su hermana Celia Chaikin. La sombra de Plath se entrometió en la relación. La poetisa había dejado sin concluir una colección de poemas, el aclamado volumen Ariel, que reordenó su viudo. Hughes, en cambio, destruyó el diario personal para evitar que lo leyeran sus dos hijos, Frieda y Nicholas. También "perdió o hizo desaparecer", según se afirma en la biografía, el manuscrito de una segunda novela que preparaba Plath en 1963. Koren y Negev aseguran que Assia leyó ambos manuscritos y que enfureció al verse retratada entre líneas como "mujer gélida y árida".

 

"Sylvia está creciendo en Ted, enorme y espléndidamente. Yo me encojo día a día, mordisqueada por ambos. Me comen", escribió en su diario. "Llevamos cinco días viviendo en paz", añadió en junio de 1963, "el periodo más largo desde que murió Sylvia". La desaparecida poetisa anulaba la autoestima de Assia y le arrastraba hacia el abismo. Y, como antes había experimentado Plath, también a ella le comían los celos. Una de las amantes de Hughes, la asistenta social Brendan Hedden, confirma su fama de mujeriego y sus infidelidades: "Nos mantenía a una agradable distancia: Assia, en Londres, Carol Orchard [su futura segunda esposa] en North Tawton, y yo en Welcome.... Éramos las gallinas en el corral compitiendo por los favores del gallo". Mientras, la relación entre Wevill y Hughes estaba a punto de explotar. Para restaurar la armonía, el poeta propuso un código de conducta, englobado en un "borrador de constitución", que parece un manual de tiranía doméstica. De acuerdo con la biografía, Hughes exigió a su amante y madre de su hija Shura que jugara con Frieda y Nicholas, fruto de su matrimonio con Plath, que vivían con la pareja, al menos una vez al día. También debía enseñarles alemán dos o tres horas a la semana. Y cocinar una nueva receta cada semana e introducir a Frieda en el arte culinario. "Él estaba exento de cocinar", señalan los coautores.

 

Además, Assia debía levantarse a las ocho de la mañana y no podía andar en bata por la casa. Tenía prohibido echarse siesta por la tarde. También debía mejorar su comportamiento, mostrarse agradable con los amigos del patrón y proyectar su herencia alemana e israelí, olvidándose de cualquier sofisticación británica. "Una exigencia extraordinaria para quien llevaba 20 años viviendo en Inglaterra", observan los coautores.

 

Poco se sabe de la reacción de Wevill a la constitución de su amante. Pero la distancia, física y sentimental, se agrandaba día a día. "Quiero estar contigo. No lo retrases mucho, querido, porque no me será posible retornar a ti. Me habré convertido en una estatua de sal", amenazó la desesperada mujer. Y a su familia le confesó: "Me siento suicida". No era la primera vez que la depresión y desilusión bloqueaban su espíritu. El propio Hughes trató de explicar la situación en una carta: "Nuestra vida se complicó tanto con los viejos fantasmas... Me ponía a prueba repetidamente, diciendo que debíamos separarnos... Era una mala costumbre, parte de nuestras viejas dificultades, y cuando me lo repitió por teléfono ese último día, no me resultó nada nuevo".

 

Hughes y Wevill riñeron la mañana del 25 de marzo de 1969. Al anochecer, Assia llevó una cama a la cocina. Acostó en ella a Shura, de cuatro años. Preparó un combinado de alcohol y pastillas de dormir. Encendió el gas del horno. Y se tumbó en el colchón junto a la pequeña. La au pair descubrió horas después sus cadáveres. En una mesa encontró dos cartas dirigidas al padre y al amante de la suicida.

 

Seis años antes, Sylvia Plath se había suicidado en circunstancias similares. Pero no se llevó a sus hijos, que dormían en la misma casa. Les dejó leche y galletas por si tenían hambre al despertar.

 

"La muerte de mi primera mujer fue complicada e inevitable. Llevaba en esa pista la mayoría de su vida. Pero la de Assia pudo evitarse. Su muerte estaba totalmente bajo su control, y fue el resultado de su reacción a la acción de Sylvia", señaló Hughes a los coautores. A Assia y Shura Wevill les dedicó su libro Cuervo, de 1971, además de otra docena de poemas. Aquejado de cáncer, fue desnudando el tormento interior acumulado desde el suicido de Plath en Cartas de cumpleaños, su impactante colección de versos publicada en 1998.

Lourdes Gómez (El País.es)

 


 

13 de septiembre de 2006

13 de septiembre de 2006

"En sí misma, toda idea es neutra o debería serlo; pero el hombre la anima, proyecta en ella sus llamas y sus demencias; impura, transformada en creencia, se inserta en el tiempo, adopta figura de suceso: el paso de la lógica a la epilepsia se ha consumado. Así nacen las ideologías, las doctrinas y las farsas sangrientas". (E.M. Cioran ."Breviario de Podredumbre")

 

Osip Mandelstam

Osip Mandelstam

Vivimos inmersos sin sentir el país, 

Nuestras palabras se esfuman a diez
pasos, 
Donde sólo basta un charlatán a medias 
Recordarán al montañés del Kremlin. 
Sus gruesos dedos son grasos, cual
gusanos,
Y sus palabras, pesadas, son ciertas, 
Las cucarachas se mofan de sus ojos
Con sus tentáculos resplandecientes. 
Lo rodea una chusma de jefes catrines, 
Juega y se sirve de gente mediocre. 
Quién silba, quién maúlla, quién
gimotea,
Sólo él puede golpear y empujar, 
Como un capataz da una orden tras otra
Ya sea en la ingle, en la frente, en las
cejas, en los ojos.
Él puede matar y a la vez ser dulce,
Es un georgiano de gran corazón.
Noviembre de 1933
Osip Mandelstam

 

Una noche en la cama de Mark Spitz

Una noche en la cama de Mark Spitz

Estábamos algo pasados de copas pero controlábamos el cuerpo y las emociones. Me llevó a su casa. Vivía en un apartamento pequeño en el que había que cerrar el armario para abrir la nevera. Me ofreció su cama y se ausentó al baño. Durante largos minutos escuché el agua de la ducha. Para hacer tiempo, encendí el televisor. En la primera cadena salían mezcladas "La 2" y la conversación de tres radioaficionados. Conservé puestos la camisa y los calcetines. Y las gafas. Prendí un cigarrillo. Seguía cayendo el agua de la ducha al otro lado del tabique. Pensé que Mark Spitz había arrasado en la piscina de Munich con la mitad del agua.

Siempre doy con mujeres que se lavan mucho.Yo creo que no se trata de higiene, sino de mala conciencia. No hace falta leer a Freud para intuir estas cosas. Es una manía de los intelectuales, que tienen que leer las cosas antes de hacerlas. Personalmente detesto que las mujeres se pasen tanto rato en la ducha. La mala conciencia y el olor corporal son cosas que no conviene suprimir. El jabón de tocador elimina las defensas y merma el remordimiento. Además, el exceso de limpieza empobrece la vida sexual. No me tiene aliciente que el pubis femenino resulte tan pulcro como un caniche con ropa. El pubis habría que lavarlo con "avecrén".

Pasados diez minutos, cesó la ducha. Se abrió la puerta del dormitorio. Apagué el quinto cigarrillo escupiendo en el cenicero. Apareció ella. Goteaba. Se metió en cama con la prisa de quien se encuentra una "zodiac" durante un naufragio. Se abrazó a mí cuerpo. Le pasé la mano por el pelo. Pesaba como la maroma de la campana del "Titanic". Dudé si realmente me esperaba una loca noche de carne y sudor pero no me cabía duda de que me exponía a un catarro. Con tanta agua, en la cama de aquella mujer no habría desentonado un remo. "Me gusta mucho la higiene, ¿sabes? Todas las noches me enjabono tres veces y me aclaro luego el
cuerpo con un interminable chorro de agua". Pensé que con su derroche en el baño, podría no dar con el hombre adecuado, pero en el peor de los casos, se colocaría sin problemas como hipopótamo en cualquier circo. Después me preguntó qué pensaba de ella. Fui inevitablemente sincero: "Con tanta agua encima, nena, creo que eres una mujer incombustible". Luego me pregunté si no sería una perversión tener sexo con una robaliza.

No hubo nada. Se mantuvo todo el rato con las piernas cruzadas, aparentando recelo. "No te conozco apenas. No sé que pensarás de mí..." Fue tan excitante como echarle torrijas a los patos del estanque. Mantuve la camisa y los calcetines pero creo que habría sido mas sensato llevarme el coche a la cama.

JOSE LUIS ALVITE