Blogia
el mundo fragmentado

Compañeros de viaje

Juan Rodolfo Wilcock

Juan Rodolfo Wilcock

Los amantes

Harux y Harix han decidido no levantarse más de la cama: se aman locamente, y no pueden alejarse el uno del otro más de sesenta, setenta centímetros. Así que lo mejor es quedarse en la cama, lejos de los llamados del mundo. Está todavía el teléfono, en la mesa de luz, que a veces suena interrumpiendo sus abrazos: son los parientes que llaman para saber si todo anda bien. Pero también estas llamadas telefónicas familiares se hacen cada vez más raras y lacónicas. Los amantes se levantan solamente para ir al baño, y no siempre; la cama está toda desarreglada, las sábanas gastadas, pero ellos no se dan cuenta, cada uno inmerso en la ola azul de los ojos del otro, sus miembros místicamente entrelazados.

La primera semana se alimentaron de galletitas, de las que se habían provisto abundantemente. Como se terminaron las galletitas, ahora se comen entre ellos. Anestesiados por el deseo, se arrancan grandes pedazos de carne con los dientes, entre dos besos se devoran la nariz o el dedo meñique, se beben el uno al otro la sangre; después, saciados, hacen de nuevo el amor, como pueden, y se duermen para volver a comenzar cuando despiertan. Han perdido la cuenta de los días y de las horas. No son lindos de ver, eso es cierto, ensangrentados, descuartizados, pegajosos; pero su amor está más allá de las convenciones.

Roberto Fontanarrosa

Roberto Fontanarrosa

Si no lees este cuento es que no te gusta el fútbol y, lo que es peor, odias la literatura : 19 de diciembre de 1.971

 

El corazón de las tinieblas

El corazón de las tinieblas

Pensaba que su recuerdo era como los otros recuerdos de los muertos que se acumulan en la vida de cada hombre... una vaga huella en el cerebro de las sombras que han caído en él en su rápido tránsito final. Pero ante la alta y pesada puerta, entre las elevadas casas de una calle tan tranquila y decorosa como una avenida bien cuidada en un cementerio, tuve una visión de él en la camilla, abriendo la boca vorazmente como tratando de devorar toda la tierra y a toda su población con ella. Vivió entonces ante mí, vivió tanto como había vivido alguna vez... Una sombra insaciable de apariencia espléndida, de realidad terrible, una sombra más oscura que las sombras de la noche, envuelta notablemente en los pliegues de su brillante elocuencia. La visión pareció entrar en la casa conmigo: las parihuelas, los fantasmales camilleros, la multitud salvaje de obedientes adoradores, la oscuridad de la selva, el brillo de la lejanía entre los lóbregos recodos, el redoble de tambores, regular y apagado como el latido de un corazón... el corazón de las tinieblas vencedoras. Fue un momento de triunfo para la selva, una irrupción invasora y vengativa, que me pareció que debía guardar sólo para la salvación de otra alma. Y el recuerdo de lo que había oído decir allá lejos, con las figuras cornudas deslizándose a mis espaldas, ante el brillo de las fogatas, dentro de los bosques pacientes, aquellas frases rotas que llegaban hasta mí, volvieron a oírse en su fatal y terrible simplicidad.

Fragmento de
El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad,

Preferiría no hacerlo

Preferiría no hacerlo

Hubo una época en la que iba usted dentro de un autobús, sentada, sin meterse con nadie, y de repente un individuo le exigía que le cediera el asiento porque usted era negra y él era blanco. Entonces usted se levantaba sin decir esta boca es mía y se marchaba a la parte de atrás, reservada para los negros y los animales. Se trataba de una escena cotidiana, habitual, que ni siquiera llamaba la atención de las personas cercanas al suceso. Cientos de veces al día, los blancos ejercitaban rutinariamente esta forma de humillación sobre los negros. Y no estamos hablando de la antigüedad, porque ya se había inventado el motor de cuatro tiempos, sino de hace 50 años.

Pero hete aquí que el 1 de diciembre de 1955 una costurera negra llamada Rosa Parks se negó a cederle el sitio a un hombre blanco. "No", dijo y continuó mirando por la ventanilla. Aquel "no" obligó al conductor a detener el autobús e interpelar a la rebelde. Pero Rosa Parks volvió a dar a la autoridad competente un "no" que tuvo el efecto de un puñado de tierra en el carburador. Parecía imposible arrancar de nuevo mientras el "no" de aquella negra insolente permaneciera dando vueltas por el interior del autobús. Se avisó a la policía, que detuvo y multó a la mujer, pero el "no" se extendió como un virus afectando a toda la flota de autobuses. Los negros dieron al transporte público un "no" colectivo que duró 381 días, al final de los cuales desapareció legalmente la segregación.

Algunos historiadores han intentado rebajar la importancia del gesto de Rosa Parks alegando que sólo se trataba de una costurera cansada. Su "no", desde ese punto de vista, habría venido a ser una especie del "preferiría no hacerlo" de Batleby, el personaje del Melville. Rosa Parks aclaró en su biografía que no estaba cansada, sino harta de aquella humillación cotidiana. En cualquier caso, el "preferiría no hacerlo" de Batleby tampoco está mal. Desde nuestro punto de vista, no sólo no disminuiría el mito, sino que lo haría más grande. Lean Batleby el escribiente y lo comprenderán.

La fotografía apareció en la página de Necrológicas de EL PAÍS el mes de octubre último, acompañando a la noticia de la muerte de Rosa Parks, a la que vemos en el autobús, sentada, observando el paisaje. Se trata de una fotografía en blanco y negro, o quizá en blanco y negra, si observamos a los ocupantes del autobús y la naturalidad con la que conviven gracias a aquel "no" que de vez en cuando todavía conviene introducir en el motor de la realidad. Como todas las fotografías de interiores, sugiere la existencia de un microcosmos con unas leyes específicas. Y hay, en efecto, en el interior de ese autobús un ecosistema que reconocerán enseguida los usuarios de este tipo de transporte. Pero también las leyes de los mundos cerrados y pequeños se pueden modificar, y se deben modificar. Es más, su cambio suele constituir una especie de big bang que da lugar a nuevos universos. El "no" de Rosa Parks creció como un mundo en expansión, dando al traste con las leyes racistas de EE UU. Y continúa expandiéndose, pues si bien es cierto que la costurera de Montgomery ganó la batalla legal, la social continúa librándose calle a calle.

Juan José Millás

EN UNA ESTACIÓN DEL METRO

EN UNA ESTACIÓN DEL METRO

LA aparición de estos rostros en la multitud;
pétalos en una mojada rama negra.


Ezra POUND, Lustra, Londres: Elkin Matthews, 1916.

UN ASESINO EN LAS CALLES

UN ASESINO EN LAS CALLES

No mataré ya más, porque los hombres sólo
son números y letras de mi agenda
e intervalos sin habla, descarga de los ojos
de vez en vez, cuando el sepulcro se abre
perdonando otra vez el pecado de la vida.



      No mataré ya más las borrosas figuras
      que esclavas de lo absurdo avanzan por la calle
      agarradas al tiempo como a oscura certeza
      sin salida o respuesta, como para la risa
tan sólo de los dioses, o la lágrima seca
      de un sentido que no hay, y de unos ojos muertos
      que el desierto atraviesan sin demandar ya nada
sin pedir ya más muertos ni más cruces al cielo
que aquello, oh Dios lo sabe, aquella sangre era
para jugar tan sólo.

 

"El que no ve"

Leopoldo María Panero

Louis Ferdinand Celine

Louis Ferdinand Celine

Os lo digo, infelices, jodidos de la vida, vencidos, desollados, siempre empapados de sudor; os lo advierto: cuando los grandes de este mundo empiezan a amaros es porque van a convertiros en carne de cañón.

Viaje al fin de la noche (fragmento)

 


EL INSTANTE

¿Dónde estarán los siglos, dónde el sueño
de espadas que los tártaros soñaron,
dónde los fuertes muros que allanaron,
dónde el Árbol de Adán y el otro Leño?

El presente está solo. La memoria
erige el tiempo. Sucesión y engaño
es la rutina del reloj. El año
no es menos vano que la vana historia.

Entre el alba y la noche hay un abismo
de agonías, de luces, de cuidados;
el rostro que se mira en los gastados

espejos de la noche no es el mismo.
El hoy fugaz es tenue y es eterno;
otro Cielo no esperes, ni otro Infierno.

(Jorge Luis Borges)

Si viniera

Si viniera

Si viniera

si viniera un hombre

si viniera un hombre al mundo, hoy, con

la barba de luz de los

patriarcas: sólo podría,

si hablara de este

tiempo, sólo

podría balbucear, balbucear

siempre, siempre

sólo, sólo.

 

Paul Celan

ESTAR

 

Estar a la sombra
de la llaga en el aire.
No-estar-por-nadie-ni-por-nada.
Incógnito,
solamente
por ti.

Con todo lo que cabe dentro,
sin lenguaje
también.

(Paul Celan) 

Versión de Felipe Boso

Cambiar de casa

Cambiar de casa

Cambiar de casa puede parecer, en una mirada poco atenta, como cambiar de piel. Pero es más que eso. Los espacios de la vivienda están interiorizados de tal modo que moverse por ellos acaba constituyendo una forma de moverse por el interior de uno mismo. Cuando vamos de la cocina al cuarto de trabajo, en busca de las gafas que hemos olvidado sobre la mesa, no estamos haciendo un recorrido exterior a nosotros mismos, sino un viaje íntimo a través de una geografía imaginaria en la que están implicadas todas las habitaciones en las que hemos vivido. Esas oquedades físicas se han transformado con el tiempo en espacios morales que visitamos cada vez que nos lanzamos desde el pasillo a la aventura, en apariencia intrascendente, de atravesar la casa.

Si cierras los ojos y reproduces las sucesivas habitaciones de tu vida, comprobarás que con la suma de todas ellas podrías construir una vivienda que al final sería una réplica de ti mismo. Tendría lugares inaccesibles, porque hay habitaciones que no hemos conseguido alcanzar, aunque hayamos dormido en ellas. Habría también espacios oscuros, húmedos, que representan esas formaciones cavernosas de la conciencia que frecuentas poco. Y lugares llenos de corrientes de aire, como los pulmones, de los que te retiras cuando comienzan los primeros fríos de septiembre. Y escaleras, multitud de escaleras que todavía no has averiguado si servían para bajar o para subir. No digo nada de los pasillos, porque en ellos, por lo general, hemos tallado minuciosamente nuestros primeros miedos a lo desconocido. Ellos representan, más que ninguna otra figura arquitectónica, la inestabilidad de lo real, pues los hay que por la noche se convierten en callejones que nunca tendremos el valor de atravesar.

Cada vez que hacemos una mudanza, nos juramos que será la última, pero no es cierto, siempre reincidimos. Y aunque procuramos comunicar a todo el mundo la nueva dirección, podemos jurar que habrá una carta, quizá la única que valía la pena, que se perderá. Por eso nos cambiamos también, para conservar la impresión de que tenemos algo que, aunque importante, es irrecuperable.

Juan José Millás

Juan José Millás

La pasión por la sinopsis

El sueño del hombre es tener concentrado mucho poder en un espacio muy reducido. La caja fuerte responde a ese ideal, lo mismo que el mando a distancia. En la primera, por pequeña que sea, cabe un diamante con sus dólares; con el segundo, puede uno viajar de una película de vaqueros a otra de ciencia?ficción sin abandonar el sofá. Hay un cuento de Borges, El Aleph, donde se habla de un punto en el que sucede de forma simultánea todo lo que en la realidad se nos muestra sucesivamente. Y en los bancos tienen una habitación con las paredes llenas de monitores para contemplar al mismo tiempo la actividad de cada una de las dependencias del edificio entero. La más alta expresión de esa forma de poder es el botón nuclear, con el que te puedes cargar medio planeta utilizando un dedo. Tenemos tendencia, en fin, a la sinopsis.
Acabo de leer un artículo sobre el poder curativo de las plantas de los pies. Según su autor, en ese breve espacio corporal está contenido todo el organismo, con sus vísceras y sus vesículas, sus bacinetes y sus fosas. De manera que si tienes problemas con el bazo, pongamos por ejemplo, basta manipular la zona del pie correspondiente a ese órgano para acabar con el dolor. Visto así, el pie se convierte en una especie de mando a distancia a través del cual se podría activar cualquier órgano, desde los pulmones al riñón, o desde los intestinos al páncreas, sin más esfuerzo que el de ejercer una presión sobre la zona que corresponda. Bueno.
Todo esto tiene mucho que ver con el pensamiento mágico, desde luego, al que son tan dados los pueblos primitivos y los niños. Todavía hay mucha gente convencida de que la nuez es buena para el cerebro porque se parece a él, y los dátiles excelentes para los dedos de los pies por la misma razón. Excuso referirme a las frutas de aspecto indecente o impúdico, que son muy numerosas, y pregunto a quien corresponda a qué zona del cuerpo podría representar el hesperidio, que se divide en gajos, como la angustia (y la naranja). Todo esto es muy bonito, en fin, muy literario; la pena es que sea mentira, como la quiromancia; otro sueño según el cual la existencia de un hombre cabe en la palma de la mano. A mí me la han leído muchas veces porque me gusta observar el ejercicio de concentración de la bruja, pero sé que jamás hablan de mí, sino de otros cuyas biografías voy anotando con escepticismo en mi diario para calcular cuántos puede llegar a ser uno al final de su vida.
En fin, que la tendencia a la sinopsis, al esquema, al resumen, está bien para algunas cosas, pero resulta fatal cuando devine en una forma de pensamiento. Y ahora la gente razona mucho así. Personalmente, me hace gracia, excepto cuando se trata de mi salud. No soporto a los médicos que presumen de observar el funcionamiento de todo el cuerpo a través del iris de los ojos, ni a los curanderos que les basta con olfatearme las plantas de los pies. Me gustan los rayos X y las resonancias magnéticas porque no tienen nada de mágico. Y es que yo, doctor, a diferencia de otros, quiero curarme. Dígame la verdad, ¿tengo algo grave?

Sylvia Plath

Sylvia  Plath

LÍMITE 
(El último poema que escribe)

La mujer alcanzó la perfección. 
Su cuerpo muerto muestra la sonrisa de realización, 
la apariencia de una necesidad griega 
fluye por los pergaminos de su toga, 
sus pies desnudos parecen decir, 
hasta aquí hemos llegado, se acabó. 
Los niños muertos, ovillados, blancas serpientes, 
uno a cada pequeña jarra de leche ahora vacía. 
Ella los ha plegado de nuevo hacia su cuerpo; 
así los pétalos de una rosa cerrada, 
cuando el jardín se envara 
y los olores sangran de las dulces gargantas 
profundas de la flor de la noche. 
La luna no tiene por qué entristecerse, 
mirando con fijeza desde su capucha de hueso. 
Está acostumbrada a este tipo de cosas. 
Sus negros crepitan y se arrastran. 

Carson McCullers

Carson McCullers

LA BALADA DEL CAFE TRISTE (extracto)
 

       " Ante todo, el amor es una experiencia compartida por dos personas, pero esto no quiere decir que la experiencia sea la misma para las dos personas interesadas. Hay el amante y el amado, pero estos dos proceden de regiones distintas. Muchas veces la persona amada es sólo un estímulo para todo el amor dormido que se ha ido acumulando desde hace tiempo en el corazón del amante. Y de un modo u otro todo amante lo sabe. Siente en su alma que su amor es algo solitario. Conoce una nueva y extraña soledad, y este conocimiento le hace sufrir. Así que el amante apenas puede hacer una cosa: cobijar su amor en su corazón lo mejor posible; debe crearse un mundo interior completamente nuevo, un mundo intenso y extraño, completo en sí mismo. Y hay que añadir que este amante no tiene que ser necesariamente un joven que esté ahorrando para comprar un anillo de boda: este amante puede ser hombre, mujer, niño; en efecto, cualquier criatura humana sobre esta tierra. Pues bien, el amado también puede pertenecer a cualquier categoría. La persona más estrafalaria puede ser un estímulo para el amor. Un hombre puede ser un bisabuelo chocho y seguir amando a una muchacha desconocida que vio una tarde en las calles de Cheehaw dos décadas atrás. Un predicador puede amar a una mujer de la vida. El amado puede ser traicionero, astuto o tener malas costumbres. Sí, y el amante puede verlo tan claramente como los demás, pero sin que ello afecte en absoluto la evolución de su amor. La persona más mediocre puede ser objeto de un amor turbulento, extravagante y hermoso como los lirios venenosos de la ciénaga. Un buen hombre puede ser el estímulo para un amor violento y degradado, y un loco tartamudo puede despertar en el alma de alguien un cariño tierno y sencillo. Por lo tanto, el valor y la calidad del amor están determinados únicamente por el propio amante. Por este motivo, la mayoría de nosotros preferimos amar que ser amados. Casi todo el mundo quiere ser el amante. Y la verdad a secas es que de un modo profundamente secreto, la condición de ser amado es, para muchos, intolerable. El amado teme y odia al amante, y con toda la razón. Pues el amante está tratando continuamente de desnudar al amado. El amante implora cualquier posible relación con el amado, incluso si esta experiencia sólo puede causarle dolor.

Marina Tsvietáieva

Marina Tsvietáieva

La galaxia Tsvietáieva

En agosto del 41, Marina Tsvietáieva se ahorcó, dicen que con la cuerda que había utilizado para su maleta del exilio. "Cómo no ahorcarse —diría años más tarde Berberova— cuando la adorada Alemania bombardea tu querido Moscú, los viejos amigos, asustados, se apartan de ti, los periódicos te acusan y no hay nada que comer".


Después de la Segunda Guerra Mundial, Nabokov rectificó sus prejuicios sobre la difícil Tsvietáieva ("leerla sólo causa estupor y dolor de cabeza"), pero se negó a encabezar su rehabilitación, que no ha llegado del todo hasta hace unos días cuando se ha publicado en Rusia su obra completa, un hecho que era bien difícil de imaginar en febrero del 41 cuando ella se despidió de la poesía con estos versos: "Es hora de dejar el cárabe,/ es hora de cambiar el léxico,/ es hora de apagar la lámpara/ encima de la puerta..."


El "espíritu prisionero" de Tsvietáieva ha encontrado su segundo hogar literario en España, y a ello no ha sido precisamente ajeno el espíritu entusiasta de Selma Ancira, mexicana residente en Barcelona desde hace años, responsable en grado máximo de que la escritora rusa cuente con un gran número de traducciones al castellano.


"Como a vinos excelsos a mis versos,/ también les llegará su hora", había escrito Tsvietáieva en 1913. Y acertó, aunque es muy probable que no hubiera llegado a imaginar hasta qué punto iba a llegarles la hora a sus versos en un país como España. Lo cierto es que Selma Ancira, gran experta en su obra y traductora del ruso, hace tiempo que puso en marcha su batalla de amor y de campo de pluma por la escritora y ha terminado logrando el milagro. Todo comenzó hacia 1984 cuando Siglo XXI publicó Cartas del verano de 1926, libro al que seguirían, tras una implacable labor en Barcelona de proselitismo por parte de Ancira ante el editor Herralde, El poeta y su tiempo y El diablo (Anagrama, 1990 y 1991). Otras editoriales, atrapadas en la amorosa red fanática de Ancira, continuaron la labor, y así en años sucesivos fueron apareciendo Carta a la amazona, Indicios terrestres, Poemas escogidos, 100 poemas, hasta desembocar en ese magnífico volumen, Un espíritu prisionero (Galaxia Gutemberg/Círculo de Lectores), que acaba de aparecer en Barcelona y que ha desatado un vendaval de elogios por parte de la —tan poco propicia a los grandes abismos poéticos del siglo— crítica de los suplementos literarios españoles. Y así, por ejemplo, Víctor Andresco, en las páginas culturales de ABC, hablaba el otro día de grandísimo acontecimiento literario al referirse a la aparición de Un espíritu prisionero, que cuenta con una traducción y notas de Selma Ancira, un prólogo algo más que lúcido de Irma Kúdrova y un epílogo de Anna María Moix, donde la escritora catalana dice que, en contra de lo que pensaban Berberova y otros muchos, Tsvietáieva acertó al empeñarse en vivir en el ámbito de lo poético, que era el único afín a su naturaleza, el único que no le era extraño y que le proporcionó la posibilidad de desarrollar su extraordinario talento. Dicho de otro modo: el mundo de la palabra se sometió al poderío de la poeta Tsvietáieva mientras que el mundo real la aniquiló.


Un espíritu prisionero recoge fragmentos del diario de la escritora correspondientes a 1918 y 1919, relatos como "El novio" (1933), "El chino" (1934) o "Tu muerte" (1917), una selección de poemas, y el fascinante texto que da título al volumen y en el que la escritora reconstruye la vida literaria de los años veinte y treinta dentro y fuera de Rusia.


 No es nada fácil trasladar a Tsvietáieva al castellano. De la traducción de Ancira de Un espíritu prisionero se ha dicho que estamos ante una "fluida versión con la que el lector español puede acercarse con gozosa simetría a la pulsión, tan original y difícil de imitar, de la escritora". Tsvietáieva contaba con unos lectores que supieran disponer de un "oído puro", es decir, con unos lectores que supieran ver que lo importante no era ni el poema ni el tema, sino la "entonación". Y ésta sólo se consigue mediante una saturación y expansión lingüística y la ruptura de las normas sintácticas de la prosa capaces de traer el eco de las emociones y los sentimientos fundacionales, "el movimiento del lenguaje en reinos pregenéricos (escribió Brodsky, a propósito de la autora de El diablo), es decir, en las esferas de las que surgió".


Todo eso ha sido bien trasladado a las versiones españolas de la gran escritora rusa, y en parte es uno de los secretos de que una autora tan apasionante como difícil empiece a contar con entusiastas seguidores de una prosa y una poesía dotadas de una extraña musicalidad que jamás hasta que fue escrita por Tsvietáieva se había oído en Rusia, lo que hizo que en un primer momento se la comparara con Stravinski, algo que puede seguir haciéndose ahora en español al tiempo que gozamos de ese maravilloso dolor de cabeza del que (aunque en otro sentido) hablaba Nabokov y que sin duda nos proporciona su conmovedor arte, heredero de Pushkin y Gogol, pero también de Hölderlin y de Rilke y de la más primitiva de todas las músicas del mundo: la entonación, el sonido original.

Enrique Vila Matas

A ***betelgeuse*** , responsable de todos los gatos y gatas del mundo.

A ***betelgeuse*** , responsable de todos los gatos y gatas del mundo.

La gata parió seis crías. Una sucumbió de inmediato bajo las ruedas de un todoterreno, pero las otras cinco viven. Dos son negras, dos de color champagne, y de las dos blancas queda una. Parece imposible que semejante amasijo de vida haya salido del cuerpecillo esquelético de esta gata a cuyo lado un Giacometti parece un Gordillo. Estaba en los huesos, descarnada, exhausta, demacrada, toda ojos y en esos ojos sólo había muerte.

En anteriores ocasiones, los labriegos en cuya casa suele parir la libraban de tres o cuatro crías, pero esta vez hay obras en la casona, van a construir un turismo rural, y la gata se ha venido a parir a mi choza, que está medio abandonada desde hace bastantes meses y nadie puede molestarla.

Tiene a las crías escondidas en un amasijo de tallos espinosos, el laberinto de una buganvilla salvaje que ha crecido sin cuidados ni podas hasta sobrar por encima del recinto. En cuanto entré en el patio con mis bolsas, saltó del murete y se abalanzó sobre mí maullando con desesperación, como diciendo: “¡Mira lo que me está haciendo la naturaleza! ¡Haz el favor de tomar cartas en el asunto!”. Me conoce de años anteriores y siempre que ha tenido problemas le he echado una mano, así que me fui con el coche a todo trapo hasta la gasolinera en busca de latas para felinos.

Tres días más tarde tengo a los seis gatos en el patio, los pequeños destrozando con furiosa energía cuanto se mueve, en especial unas alegrías que no les gustan nada; la madre se los mira con filosófica superioridad, meditando sobre la inconsciencia de la infancia. De momento se han salvado, pero en cuanto me vaya sólo podrá sobrevivir uno de ellos, quizás dos. Y yo sé cuáles son. Este siniestro privilegio, me incomoda.

Desde que les puse el primer pocillo de barro lleno de carne desmenuzada, la madre comió vorazmente, pero los niños se mantuvieron en su refugio, aterrados por mi presencia. Sólo uno de los de color champagne se lanzó sobre su madre gruñendo como una fiera y la apartó del pocillo amenazándola con sus garras diminutas, parecían dibujos animados. La madre obedeció dócilmente y desde cierta distancia, con ojos adormilados, observó cómo daba cuenta de toda la comida hasta salir dando tumbos como un borracho.

Aunque es ella la que necesita urgentemente la comida porque está dando de mamar a la camada, ni aún poniendo en juego toda su fuerza podría apartar a este gatuco de la comida. Una mano invisible sacrifica su vida y la de los cinco hermanos para que sobreviva el más valiente, el más decidido, el más audaz, el mejor preparado, el ejemplo.

Cuando Nietzsche se refiere a los derechos de los fuertes contra la tiranía de los débiles, hay que entender “fuerte” en este sentido. El gato que se impone a su madre y a sus hermanos no es más fuerte físicamente. La madre podría matarlo de una dentellada. Sus cuatro hermanos lo liquidarían en segundos. Su fortaleza no es simple e inmediata, sino compleja y formal. El gato que sobrevivirá es fuerte porque demuestra ser fuerte aunque carezca de fuerza física. En la guerra a eso se le llama valor o coraje. Es la representación de la fuerza lo que hace al fuerte. El fuerte es el representante de la fuerza. Su apoderado.

Por eso la versión fascista de Nietzsche es un error colosal que sólo podía cometer su hermana, aquella insensata casada con un majadero. Nadie como él sabía hasta qué punto los derechos de los fuertes son por completo ajenos al ejercicio de la fuerza fáctica. Si encarnan la fuerza es por delegación de los demás, de aquellos que les dejan libre el lugar de la fortaleza por admiración ante su juego.

Las gentes se apiñan para ver al equilibrista atravesar un abismo caminando sobre un cable. Para Rilke, esa es la representación misma de la fuerza. El más fuerte es sencillamente el mejor bailarín. Aquel en quien es imposible distinguir al danzarín de la danza. El ejemplo viviente.

De hecho, uno de los dos negros ya ha entendido la lección y ahora que les pongo dos pocillos se ha quedado con el segundo y aparta a todo el mundo con gruñidos y zarpazos muy bien imitados.

Voy a probar con tres pocillos. A la madre le pongo aparte.

(Félix de Azúa.- Blog)

Pañería

Pañería

Los escritores de la Generación del 98 huelen a cerrado. Baroja en su propia casa llevaba puestos la boina y el abrigo e incluso a veces se añadía una bufanda y una manta en las rodillas. Un día Unamuno estaba sentado a una mesa camilla y la visita que lo acompañaba, al ver que guardaba silencio y hundía la cabeza en el pecho, creyó que se había dormido, pero una de sus babuchas comenzó a arder en el brasero y por el olor a chamusquina el acompañante se dio cuenta que don Miguel había muerto. Antonio Machado vestía como una cama deshecha y Juan Ramón Jiménez, pese a que sus poemas eran limpios y azules, él iba muy abotonado y de negro como un grajo. El garrotazo que el periodista Manuel Bueno le dio a Valle Inclán le hundió el gemelo en la muñeca. Bastaba con que se hubiera lavado un poco, pero no lo hizo; la herida se le gangrenó y hubo que cortarle el brazo. Desde Galdós a Manuel Azaña, pasando por el atildado Azorín, es posible que ningún literato español se duchara más de diez veces al año. Debido a eso toda su literatura huele a atmósfera muy cargada. Hay que esperar a la Generación del 27 para comprobar que el aire deportivo, de tipo anglosajón, había prendido en nuestros escritores. Solo en los aledaños de la II República aparecen los primeros jerseys de pico y el cuello abierto sobre las solapas como lo llevaba Blasco Ibáñez convertido en un señorito de la Costa Azul. Hay fotografías de García Lorca con pantalones bombachos, calcetines de rombos y pajarita; de Alberti con una camisa negra y una corbata clara; de Cernuda hecho un dandi muy planchado y aunque los poetas Salinas, Guillén, Dámaso Alonso, Altolaguirre y Aleixandre aun vestían muy formal se nota que su pañería ya era inglesa y estaba venteada por el espliego del Guadarrama. A Gil Albert se lo encontró León Felipe en una calle de México durante el exilio con un aspecto deplorable. Le dijo que un grupo de escritores norteamericanos había girado fondos para remediar estas situaciones lastimosas entre los refugiados. Con el cheque en la mano Gil Albert se olvidó del hambre canina, entró en una tienda inglesa y se compró un sueter, un foulard de color humo con motas blancas y todos los productos de perfumería Jarley, jabón de afeitar, polvos de talco, loción y sales. Rancios, de oscuro, oliendo a cuarto cerrado, sin un gramo de fascinación, así han sido la mayoría de nuestros escritores. Mi teoría literaria es esta: si no eres guapo ni vives ni vistes como Scott Fitzgeralg nunca escribirás el Gran Gatsby.

MANUEL VICENT

EL PAÍS  -  Última - 25-06-2006


 

Ese dichoso colectivo del Infierno ( Mónica Maristain )

Ese dichoso colectivo del Infierno ( Mónica Maristain )

Hay dos hechos de mi vida en México que están ligados irremediablemente a Roberto Bolaño. El primero obviamente refiere al contacto virginal con su enorme Los detectives salvajes. Fue una tarde lluviosa, como casi son todas las tardes en el DF, y Bettina, mi amiga que hoy vive en París, me dijo: “Lee esto”. El otro hecho fue en el metro: absorbida por la lectura de esa novela primordial, eché a reír a carcajadas en un vagón repleto de personas que inmediatamente, y con razón, creían que estaba loca. La literatura de Roberto me salvó en esos momentos terribles. Cada persona tiene sus propios mitos inconfesables. El mío consistía por entonces en la necesidad de hallar mi novela, que era en el fondo la necesidad de hacerme cargo de una nueva vida, una nueva instancia que yo misma había elegido pero que sin embargo mucho me costaba en esos días dirigir, entender... Si en mi juventud, en la plenitud del amor, Rayuela había sido mi libro, al punto que el hombre que amaba me había puesto Manu de sobrenombre por lo mismo, ¿qué iba a ser de mi vida madura si no aparecía un universo que contuviera mis mitos de lectora? Los detectives salvajes fue la novela de mis ganas de seguir en el mundo. Y Bolaño fue El escritor capaz de ser amigo de sus lectores, aun sin contar con el privilegio de conocerlo. La literatura de Roberto cerró en mi corazón un camino y abrió otro. Retornó esa frase de Bioy que nunca puedo recordar textual: “Un buen escritor es aquel que compele a sus lectores a escribir”. Claro, después de Los detectives empecé a escribir una novela que por el bien de la literatura abandoné, pero que entonces me ayudó a entender el grado de vitalidad que tienen las letras de mi amigo querido. Sí. Fue casi un amigo porque el azar, que todo lo puede, me otorgó el privilegio de conocer a Roberto. No en carne y hueso, sino mediante cartas que llegaban siempre escasas (escasas para mí, que quería ganar el tiempo perdido) a mi correo. La cercanía posibilitó una entrevista que este mes publicamos en la edición mexicana de Playboy –¿acaso su última entrevista?– pero, sobre todo, me enseñó la generosidad de un ser de otros tiempos, de los tiempos, por ejemplo, en que yo era joven y amaba a un hombre que me amaba, de los tiempos en que la carta de un amigo desde lejos puede ser la llave para encender la propia voluntad, el gesto con que abrimos otra vez y para siempre una ventana, tomamos un café, escuchamos música...
Esta mañana es espesa. Hay una bruma que empaña los vidrios y la gata de mi amado amigo Daniel me desconecta a cada rato el cable del teclado. Este teclado no tiene acentos. Y no puedo hacer nada sin que broten las lágrimas. Roberto ha muerto en esta madrugada rara... una madrugada en la que me despertaba a cada rato y encendía la computadora para ver si él no había escrito una carta... yo quería saber, con esa arrogancia de quien hace planes para el futuro aun a sabiendas de que el mañana es una trampa en la que nos gusta caer cuando estamos irremediablemente solos, si le había llegado la revista, si, tal como pensaba, quedó bueno su reportaje...
No hay acentos. Sólo melancolía. Y un agujero en el corazón que él curaría con su ternura proverbial.

“Maristain querida:
Hay que ver lo bien que acentúas. Me maravilla. Yo dejé de estudiar a los dieciséis y tal vez por eso a veces se me olvida. Pero por lo general tampoco lo hago tan mal. De hecho, tuve una vez un libro de gramática que casi me volvió loco. Era como el libro de Lewis Carroll, pero de gramática, aunque la gramática en ocasiones, si la miras de sesgo, se parece a las matemáticas, y ahí empieza el peligro, el tarot de los números y de las letras. Hubo una época, cuando yo viví en México, que cada día tomaba un colectivo que pasaba junto a un gran manicomio en el extrarradio. No consigo recordar por qué razón tomaba ese dichoso colectivo infernal, mismamente el bateaux mouche de Caronte, pero lo cierto es que lo tomaba y cuando llegaba al manicomio, ahí había una parada, veía a los locos que se acercaban a la reja en el mejor estilo, explotado años después, de George Romero. Todos iban con pijamas. Todos eran locos pobres. Y para mí significaban algo, ¿qué?, no lo sé a ciencia cierta, tal vez una idea de cierta gramática, de otra gramática, una prosodia que se ramificaba en el aire. No te preocupes por mi salud. El asunto es tan corriente y vulgar que poco interés suscita en las musas, como dijo un clásico cuyo nombre, para variar, he olvidado. Siento mucho lo de tu madre. Espero que mejore. Recibe un fuerte abrazo.

Bolaño.

PD: No bebas, no fumes tanto, cuídate. Saludos a tu hermana”.

HE VENIDO PARA VER

HE VENIDO PARA VER

He venido para ver semblantes
Amables como viejas escobas,
He venido para ver las sombras
Que desde lejos me sonríen.

He venido para ver los muros
En el suelo o en pie indistintamente,
He venido para ver las cosas,
Las cosas soñolientas por aquí.

He venido para ver los mares
Dormidos en cestillo italiano,
He venido para ver las puertas,
El trabajo, los tejados, las virtudes
De color amarillo ya caduco.

He venido para ver la muerte
Y su graciosa red de cazar mariposas,
He venido para esperarte
Con los brazos un tanto en el aire,
He venido no sé por qué;
Un día abrí los ojos: he venido.

Por ello quiero saludar sin insistencia
A tantas cosas más que amables:
Los amigos de color celeste,
Los días de color variable,
La libertad del color de mis ojos;

Los niñitos de seda tan clara,
Los entierros aburridos como piedras,
La seguridad, ese insecto
Que anida en los volantes de la luz.

Adiós, dulces amantes invisibles,
Siento no haber dormido en vuestros brazos.
Vine por esos besos solamente;
Guardad los labios por si vuelvo.

 

Luis Cernuda

La farsa de la desolación

La farsa de la desolación

Hay escritores horribles, malos, pasables, buenos y excelentes. Los hay incluso, geniales. Pero también hay otros en los que su calidad es un asunto secundario, aunque sin duda se les reconozca. Son los escritores que crean adicción, o dicho de otra forma, con los que el lector establece una relación más parecida a la del hincha de fútbol con su equipo o a la de la quinceañera con su ídolo musical. De esos autores se lee todo y se quiere siempre más; se atiende y hasta se recorta cuanto se publica sobre ellos, se guardan las entrevistas y las reseñas de sus obras; se compran grabaciones o vídeos si los hay: fácilmente se convierte uno en coleccionista. Estos escritores son rarísimos, más infrecuentes incluso que los geniales, y ya es decir. Y la falta de textos suyos se vive como una privación. Así, cuando mueren -si estaban vivos-, el lector adicto puede sentir algo muy próximo a la desgracia personal, aunque jamás haya visto en persona al difunto. Para mi, como para mucha otra gente de toda Europa, Thomas Bernhard ha sido el penúltimo escritor de esta índole, muy peligrosa, por cierto, para el lector que a su vez es escritor, pues puede verse irremisiblemente contagiado en su escritura por un influjo tan poderoso como buscado. Más aún en el caso de Bernhard, cuyo estilo es enormemente pegadizo, como una inoculación. Buena prueba de ello es la extraña y lamentable escuela que ha creado en nuestro país, donde desde hace algún tiempo abundan las novelas contaminadas por Bernhard y los novelistas que creen que basta con despotricar de todo y mostrarse coléricos, resentidos y negativistas para hacer buena literatura. Como sucede con Kafka, Joyce o Beckett, lo peor de ellos son los kafkianos, los joyceanos y los beckettianos, su verdadero azote. Sólo señalaré un rasgo de Bernhard que cada vez he visto más en sus escritos y que precisamente parece pasar inadvertido para la mayoría de los bernhardianos, quienes se lo toman con una solemnidad de espanto y una literalidad propia de párvulos: su sentido del humor. Es más, hoy lo veo como un escritor esencialmente cómico, y que por eso, con ser desolador, no resulta casi nunca deprimente ni sórdido, cosas bien distintas. Basta con saber que gran parte de su autobiografía era falsa -y por tanto dickensiana-, o con leer Trastorno o Maestros antiguos o El malogrado, para sospechar que el ceño de Bernhard no se diferenciaba mucho del que solía fruncir aquel "malo" alto y grandón de las películas de Charlot, aprovechándose de sus disparatadas cejas. Lo que hay en él es sobre todo la desolación de la farsa, o si se prefiere, la farsa de la desolación. Y como buen adicto, y para no saberme definitivamente privado de Bernhard, aún tengo sin leer su última novela, Extinción, para cuando se me haga en verdad insoportable la necesidad de una generosa dosis.

© Javier Marías
El País/Babelia, 1996