24 de enero
Enternece comprobar ese amor de madre que una cierta izquierda tiene con el nacionalismo. Esa capacidad para perdonar todas y cada unas de sus fechorías, trastadas o barbaridades. Pareciera que más de un siglo de convivencia trágica entre PNV y PSOE no hubiera sido suficiente para que nuestros actuales dirigentes socialistas se convencieran de que el niño no tiene remedio. El niño, al que algunos padres socialistas actuales parecen querer salvar, una vez más, tiene una historia amplia de traiciones. Traición a la verdad y a la Historia, con mayúsculas, pero también a la libertad. Sólo hay que darse una vuelta por la Euskadi actual, después de más de 25 años de nacionalismo en el poder, para darse cuenta que el discurso oficial nacionalista y la verdad de los hechos cotidianos, no tienen nada en común. Euskadi es un relato inventado desde el poder. Es una gran mentira. Mentira admitida, desde luego, por todos los que la admiten, que son muchos. Demasiados.
Uno puede entender que la realidad de un nacionalismo votado por el 50% de los ciudadanos que viven en aquella comunidad nos lleve a un pacto de convivencia. Pacto que, hasta la fecha ,se ha venido reflejando en la Constitución (no votada favorablemente por el PNV) y por el Estatuto (votado favorablemente por el PNV mientras *consiguen* su tierra prometida, esa gran farsa) pero esos pactos, que les ha permitido gobernar durante más de 25 años y construir un régimen que va a ser difícil desmontar para ganarlo a la democracia, no puede ni debe ser sinónimo de condescendencia , en el debate de las ideas y las ideologías, con un nacionalismo cuya fórmula tiene componentes xenófobos y clasistas, además de identitarios. Socialismo y nacionalismo son como el agua y el aceite. O debieran ser. Y cuando se juntan suelen traer bastante sangre trágica en las venas propias y ajenas.
Así, en esa gran tarea que lleva por lema “salvad a los nacionalistas”, foca de nuestros pecados, nuestros actuales dirigentes socialistas, algunos de ellos, han inventado una nueva ciencia que consiste, básicamente, en recuperar al niño de los males genéticos que le aquejan. Una ciencia que se traduce en interpretar cada uno de sus gestos: si Imaz ha sonreído a la salida de misa es buena señal, pero si Ibarreche ha tosido junto al árbol de Guernica es que todo se puede torcer. ¡Vaya por Dios ¡
Y ahí seguimos. Intentando salvar a un niño al que no hay forma de echar de casa, que vive como Dios, y que se gasta íntegro su sueldo y el de los padres y abuelos mientras pide más y más. ¿No es hora de que el niño se busque la vida sin ayudas? ¿No es hora de mandar a tomar viento, de una maldita vez, al jodido niño?
¿No es hora ya de empezar a decir NO a este eterno consentido de la democracia española?
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“Pero es la cuarta fotografía la que hiela la sangre. El pie dice: “Millán Astray y Franco cantan junto a su tropa. Millán Astray, fundador de la Legión, eligió a Franco para que dirigiera el primer batallón”. Puede que estén cantando, pero la congelación del instante no nos lo permite ver. En todo caso, la cosa es aún peor si en efecto están cantando, porque nadie canta así. Más parece que estén abucheando o desafiando o escarneciendo a alguien. La cara de Millán Astray es la más acabada imagen de la chulería fanática. Alzado con desdén el bigote de hormigas, la dentadura picada e irregular, los ojos semicerrados como para mirar sin ser visto, su gesto es ya un insulto, parece que estuviera diciendo: “¡Anda ya! ¡A tomar por saco!” o alguna frase similar. Le pasa la mano derecha a su compinche por encima del hombro, y la cara de éste es la de un individuo en el que lo último que debería hacerse es confiar. La expresión de irrisión, y rechifla, la denigración y la crueldad en la boca, las cejas turbias, los ojillos fríos mirando siempre con avidez, el conjunto del rostro mofletudo y fofo, es el de un criminal. Son un par de facinerosos, sin apelación. Si nos encontráramos hoy día con esas caras, ni la calle cruzaríamos en su compañía. ¿Nadie las vio? ¿Eran percibidas de otra manera en su tiempo? Hoy vemos las caras de la gente mucho más a menudo y con mayor impunidad: las vemos en televisión. Pero nadie parece ver lo que las caras dicen, y a veces dicen lo suficiente para no querer tener nada que ver con sus portadores (las apariencias engañan; sin embargo, no siempre). Que un pueblo entero se deje engañar por las caras de Kennedy o del propio González es comprensible; que se dejara engañar por Franco, no. Por favor, miren la foto otra vez”.
(Javier Marías)
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