Llueven misiles sobre mojado
Maruja Torres
El País.es
Hacia las 10.30 horas de la mañana (una hora menos en la península), esta cronista regresó al hotel justo a tiempo para contarles a Hanan y Ahlam, que salían para instalarse en un pequeño apartamento cercano, cómo ha quedado su barrio, el suburbio Haret Hreik (imaginen Leganés o Hospitalet), que sigue siendo bombardeado. Desde el principio, intensamente bombardeado por Israel. Apenas queda gente allí. Algunos coches con banderas de Hizbulá, con personas muy amables y amistosas dentro. Muchos edificios destruidos, y muchos otros por destruir, les he dicho. Hanan y Ahlam son hija y madre, y durante estos días han sido vecinas de mi planta del hotel, pero ya no pueden permitirse los precios de las habitaciones. Las he visto a la hora del desayuno, con su sirvienta srilankesa (sentadas a la mesa las tres: no crean que ocurre con frecuencia: hay quien les deja dar cuenta de las sobras), día tras día. Nos hemos abrazado, nos hemos deseado buena suerte. Hanan, la hija, lleva velo color de rosa; la madre, una bonita melena negra, suelta y libre. Las dos forman parte de este país convertido en víctima colateral y que a nadie parece importarle. Arrancadas de cuajo de sus hogares, como tantas familias.
Los barrios de la periferia sur mayoritariamente chiíes de Beirut, lo que aquí se llama Dahiye (literalmente en árabe, suburbio), cercanos al aeropuerto, forman un paisaje de desolación perfectamente indescriptible, que espero que ustedes contemplen en imágenes. Las personas merecen palabras: esas víctimas, esas familias escindidas. La gente que no puede encontrarse, aunque que llegó a tiempo (o no) para poner a buen recaudo a su mujer o a su hija, y a refugiarse en otro lugar. Hay una conmovedora emisión en el canal New TV: continuamente recibe llamadas de espectadores que dan su dirección e indican el número de camas de que disponen, para acoger a refugiados. Uno de los grandes objetivos de Israel en estos momentos es fragmentar Líbano para comérselo a trozos. Es de esperar que el pueblo libanés sepa que su única oportunidad para el futuro consiste en unirse ante la agresión (y convertir a Hizbolá en parte del ejército regular, bajo las leyes civiles estatales), y no permitir que los puentes materiales que ya empiezan a separarles se conviertan en puentes psicológicos. Esto va a empeorar mucho, lo dicen fuentes diplomáticas europeas muy fiables.
Familias escindidas, decía. Hombres y mujeres pendientes de cualquier televisión por si reconocen, entre los escombros de cada bombardeo, su lugar natal, aquel donde dejaron a su madre; o la casita que han ido haciéndose con sudores de esclavo para retirarse cuando puedan. Abed, maître del café Gemayze en la zona cristiana, se pasa las horas muertas pegado al televisor del mostrador, junto con otros compañeros. Él sufre por una vieja tía que se asusta por todo y a la que no puede localizar. Vivía con su mujer, su hija (recién licenciada en literatura francesa) y su hijo, en un piso adquirido con esfuerzo en el populoso y humilde barrio de Mreijeh, pegado al aeropuerto. Se han mudado un poco más lejos, a Chiah, que tal vez sea más segura porque allí viven también maronitas que antiguamente bajaron de las montañas. Pero yo no daría un duro, en este momento, ni siquiera por el barrio de Hamra, en el que vivo. Esto tiene toda la pinta de que Israel quiere repetir el acoso del verano del 82. Porque, si sólo quieren eliminar a Hizbulá, ¿por qué bombardea hospitales? ¿Qué daño les ha hecho el faro de Beirut? ¿A qué viene inutilizar el laborioso puerto, y el más chiquitín de Junieh, en el norte cristiano, cerca de la estatua de la Harisa, la virgen, y con el casino de juego y espectáculo al lado? Tienen hambre de Líbano. Y de Siria e Irán. Y sed de venganza. Hizbulá precipita las cosas.
Sigamos con Abed. Es un chií laico, que reza por dentro, carnal y emotivamente enamorado de su esposa de toda la vida. Una vez me sorprendió dándole una palmadita en el trasero en mi presencia, en la intimidad de su hogar. Abed sufre porque su esposa había recibido a sus tres hermanas, libanesas que emigraron a Senegal, y hacía tiempo que no se veían. Planeaban pasar el verano en familia, pero han tenido que marcharse al poco de llegar. Abed tiene a su primogénito, Ahmed, trabajando en el mismo café, en otro turno. Así puede pagarse una Universidad de poco prestigio, en la que esperaba ingresar este curso. Este incierto curso. En cuanto a Farida, la chica, da clases de francés para contribuir a la economía familiar. Ahora no tiene vecinas con ganas de saber idiomas, y eso le permite leer a Flaubert y Stendhal en lengua original.
Les estoy contando quiénes son las víctimas de esta guerra atroz. Gente que vive muy mal. Entre clase media-baja e infrabaja, trabajadores humildes. La mayoría de ellos, ahora mismo, no tienen para comer.
Hizbulá ayuda a los pobres. Esa es su estrategia. Cuando cobras 400 dólares al mes por doce horas de trabajo diario, tienes que elegir entre alimentar a tus hijos o enviarlos al colegio. Hizbulá tuvo la astucia de instalar dispensarios, dar trabajo y ofrecer escuelas. Más vale aprender el Corán que no saber nada. Más vale tener a buen recaudo a los niños sin escolarizar, en un lugar piadoso, antes de que vaguen por las calles o se pasen al pegamento. Por eso Hizbulá tiene tanta fuerza en el sur de la marginación y el abandono, que el tan (póstumamente: en vida era otra cosa) llorado presidente Rafic Hariri, ocultó construyendo las autopistas y los puentes elevados que han destruido los israelíes: no los sirios, ni los iraníes, ni tampoco Hizbulá.
De modo que abracé a Hanan y Ahlam, quedamos en vernos pronto, nos deseamos suerte. Cuando entraba en mi habitación sonó la primera bomba. Una más, entre las muchas que volvieron a caer sobre Harek Hreik y alrededores, ahora como represalia por los misiles recibidos en Haifa desde el sur de Líbano.
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