Abrigar la esperanza
En una de sus inteligentes humoradas señaló Ortega que dice mucho sobre nuestro país la expresión común de que a las esperanzas y las ilusiones hay que abrigarlas. ¡Qué nítido reconocimiento de la cruel intemperie que acoge en España a los proyectos de reforma social y política! Ahora, con motivo del alto el fuego de ETA y de la perspectiva de algo enigmáticamente llamado "proceso de paz", hay muchos dentro y fuera de nuestras fronteras que se declaran por fin esperanzados. Y que regañan de modo más o menos agrio a quienes señalan las ambigüedades del actual compás de espera y exigen garantías que por el momento nadie ofrece, quizá porque aún sea imposible brindarlas. ¡No metamos palitos entre las ruedas para forzar el descarrilamiento de la esperanza, no le pongamos cortapisas! En algunos casos, los así incriminados por no abrigar suficientemente a la esperanza que tirita son precisamente quienes más se han movido y más riesgos corrieron durante las décadas del terror. Y no faltan malpensados que sospechan que los ahora remisos han hecho de su pasada resistencia un modus vivendi (aunque fuese moriendi en varios casos) del que ahora se resisten a abdicar en las nuevas circunstancias.
Dice una milonga que "muchas veces la esperanza son ganas de descansar". Pero también está comprobado que acogerse a la desesperación suele ser una coartada para no mover ni un dedo ante los males del mundo. Puestas así las cosas, soy decididamente de los que prefieren abrigar esperanzas..., aunque siempre tomando la precaución de no considerarlas una especie de piloto automático que nos transportará al paraíso sin esfuerzo alguno por nuestra parte. Es decir, creo que la esperanza puede ser un tónico para los rebeldes y un estupefaciente para los oportunistas y acomodaticios. De modo que esperanza de la buena es precisamente lo que hemos derrochado desde hace bastantes años todos quienes nos hemos enfrentado al terrorismo y al nacionalismo convertido hegemónicamente en obligatorio a su amparo. Si nos hubiera faltado del todo la esperanza, también nos habrían fallado las fuerzas..., porque la situación no era precisamente favorable para quienes querían tomarse la molestia de no dejarse someter. Estábamos rodeados de cautelosos desesperanzados que nos desaconsejaban correr riesgos, encogiéndose de hombros y moviendo tristemente la cabeza: "No insistáis, que es peor. No crispéis más la cosa... ¡Si esto no hay quien lo arregle!". Otros, también desesperanzados pero más técnicos, recomendaban ponerse en manos de los especialistas: "La culpa de todo la tienen los políticos, ¿no? ¡Pues que lo arreglen los políticos, que para eso les pagamos!". Ahora son precisamente todos estos ex desesperanzados los que nos recomiendan fervientemente la esperanza, tras el alto el fuego otorgado por ETA. Y uno no puede por menos de pensar que ayer no necesitaban la esperanza porque no pensaban hacer nada y hoy la necesitan porque esperan que ya no haga falta tomarse el trabajo al que en su día sabiamente renunciaron... Resumiendo: nada esperaban porque nada hacían; ahora, por fin, esperan que ya nada haya que hacer.
¡Qué contraste! Cuando mantener esperanzas implicaba implicarse, sobraban plazas. En la Unión Europea, muchos de los que ahora se muestran tan "esperanzados" despachaban a quienes les molestábamos con cuentos de lo que ocurría en el País Vasco encogiéndose de hombros tras el dictamen fatal: "Asunto interno". Mientras duraba en actividad, ETA pertenecía al mundo de lo español, como los toros o el flamenco; ahora que parece acabar, por fin la ven como real e indudable grupo terrorista. Los ingenuos abrigadores de esperanza asediábamos también a los intelectuales de izquierda españoles para que nos apoyasen en nuestra lucha, pero salvo honrosas e inolvidables excepciones, tuvimos poco éxito. No nos hubiera venido mal un batallón de voluntarios como el que ahora, valerosamente, sale en defensa de la Segunda República Española... Pero, claro, siempre hay más abnegados reclutas para las batallas del pasado que para las del presente: es más difícil equivocarse de bando, se contamina uno menos con las ambigüedades del grupo en liza preferido y la cruz rojaapenas tiene trabajo. La presente izquierda intelectual española ha preferido mayoritariamente el juego de rol antifranquista a la realidad menos virtual del enfrentamiento con el terrorismo nacionalista... Según ellos, para no dar armas a la derecha. ¡Ay, qué estupendo es ser anti-sistema cuando uno confía en que el sistema, mantenido por otros, nos va a proteger de todas formas!
Conservar la esperanza, para los cívicamente activos, ha sido apoyar las instituciones y leyes que defendieron nuestros derechos ciudadanos cuando los nacionalistas democráticos sólo nos compadecían cuando mucho y los demagogos de la inopia izquierdista nos abandonaban. Por supuesto, las denuncias contra esas defensas fueron constantes entre quienes supuestamente nada tenían que ver con la violencia y no perdían ocasión de condenarla en cuanto les preguntaban. La violencia era malísima, pero todas las medidas contra ella que no consistieran en reconocer políticamente a los violentos y dialogar con ellos resultaban completamente rechazables. Hablaron contra ellas ayer diciendo que serían ineficaces, y hoy, cuando ya se han demostrado eficaces, las denuncian con mayor neoesperanzado fervor.
Por ejemplo, la diputada del gupo PNV Margarita Uria reprocha al socialista Ramón Jáuregui mencionar el pacto por las libertades y contra el terrorismo entre las razones del triunfo de la sociedad vasca y la democracia española contra ETA. Según ella (vid. No imponer, no impedir, EL PAÍS, 27 de abril de 2006), dicho texto legal, en su preámbulo, "exige de las formaciones nacionalistas la renuncia a postulados ideológicos y proyectos legítimos como condición evidente y necesaria para la reincorporación de esas fuerzas políticas al marco de la unidad de los partidos democráticos". Pero si acudimos a ese pacto y restituimos la primera parte de la frase citada por la diputada Uria, vemos que los postulados ideológicos y los proyectos legítimos a que se pide renunciar no son más que el ilegítimo pacto de Lizarra, que imponía la exclusión de los no nacionalistas e incluía a ETA: "El abandono definitivo, mediante ruptura formal, del Pacto de Estella y de los organismos creados por éste, por parte de ambos partidos -PNV y EA-, constituye una condición evidente, etc.". Insinuar otra cosa es un claro embuste. Siguiendo con la misma cuerda, Joan Culla i Clarà (en El matasellos, EL PAÍS de Cataluña, 21 de abril de 2006) me reprocha que, en la concentración de ¡Basta Ya! en San Sebastián a comienzos de abril -él insiste en llamarla "mitin" con intención por lo visto derogatoria- afirmase yo que la Ley de Partidos sólo puede desagradar a aquellos contra quienes está pensada, es decir, los que tienen un pie en el parlamento y otro pie en la calle, con la capucha puesta: "¿Sabe el ilustre filósofo -dice Culla i Clarà- que, en Cataluña sin ir más lejos, esa ley concita el rechazo transversal de muchos miles de ciudadanos de casi todas las tendencias políticas, gentes pacíficas que no nos hemos puesto jamás capucha alguna, ni siquiera para ir en procesión?". Pues no, no lo sé... Ni el señor Culla i Clarà tampoco, porque no me creo que haya hecho un sondeo exhaustivo que arroje semejante dato. Es una corazonada transversal que el ilustre historiador considera útil para la causa proferir, o sea, otro embuste nacionalista, si me disculpan la redundancia.
Por mucho que quieran convencernos de lo contrario, no es el alto el fuego el que ha traído la esperanza, sino la esperanza la que trajo finalmente el alto el fuego. La esperanza cívica no en la "paz", puesto que no estamos en guerra, sino en el cese del terrorismo y en la consiguiente recuperación de la libertad política, es decir, el funcionamiento hegemónico sin coacciones de las instituciones constitucionales. Por eso no entendemos bien a qué se refieren los que dicen que primero debe asentarse la paz y luego será la hora de la política. ¿Acaso no se ha venido haciendo política democrática como se ha podido todos estos años, a pesar de la violencia? A despecho de las dificultades para hacer sus campañas, los constitucionalistas nunca han pedido formalmente suspender las elecciones o las instituciones autonómicas en tanto siguiera el terrorismo. ¿Van a decirnos ahora precisamente los nacionalistas, quienes se movían y publicitaban sin trabas dignas de mención, que no han podido todavía hacer política comme il faut? Son los demás quienes van a alcanzar finalmente la libertad conculcada, de la que ellos han tenido hasta ahora la exclusiva. ¿Se pretende insinuar que cuando acabe el terrorismo empezará la verdadera política, es decir, la que revocará las libertades constitucionales para sustituirlas por un programa étnico más acorde con lo que siempre pretendieron imponer los violentos? ¿Cree alguien que la reforma del orden constitucional habrá de ser el pago obligado al nacionalismo para recompensar el cese de la amenaza terrorista, convirtiéndoles en herederos y beneficiarios de la violencia? Nosotros, los esperanzados de ayer, seguimos esperando que no: esperamos que quede claro que no se hará política más que desde la Constitución y que sólo la harán quienes acaten la legalidad que hemos defendido contra ellos. Lo digo para que nadie abrigue fraudulentas esperanzas de que mañana vamos a resignarnos a esperar otra cosa.
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