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el mundo fragmentado

22 de Marzo de 2006

22 de Marzo de 2006

Habla Ferlosio del recorrido del insulto hasta llegar al acto violento. Si miráramos el viaje a la inversa, es decir, si partíeramos de la violencia hacia atrás, el insulto sería un mal menor y no tan grave como se nos presenta. Algo así como una parada, lugar de descanso, más admisible que la pura agresión física, que podría actuar como freno y evitar el desastre. Le encantan a Ferlosio este tipo de juegos sobre el papel, aunque desconocemos, nada nos dice, si alguna vez ha realizado en carne propia o ajena el viaje propuesto, tan imposible como ridículo. ¿Alguien agredido físicamente consideraría un alivio un insulto verbal posterior? Es más, con frecuencia, el violento agrede e insulta de forma simultánea sin raparar en gastos ni medios.

Sí es verdad que el insulto se ha instalado en el discurso público con toda naturalidad perdiendo su eficacia. Hasta en el Congreso de los Diputados los insultos son leídos: el líder de la oposición suele llevarlos escritos en sus preguntas al Gobierno los miércoles en el Congreso. Atrás quedaron aquellas piruetas dialécticas de la II República entre los diputados cuando a la insinuación de que alguno llevara unos calzoncillos rosas se respondía sobre la indiscreción de la señora del diputado interpelante. El insulto sin ingenio suele cansar y agotar de forma rápida sus posibles efectos.

Algún comunicador radiofónico ha unido al insulto el discurso apocalíptico. Este último recurso tiene un inconveniente: si no se cumple la prefecía gritada, el apocalíptico queda desacreditado. Aplicando el método Ferlosio, una vez no cumplido el desastre, el comunicador comenzará a lanzar insultos sobre los supuestos culpables, no de que el mundo se termine, como anuncia, sino que su discurso haya quedado en ridículo y desacreditado, y el mundo siga su camino sin problemas. El predicador es quien mejor conoce el pecado y sus generosas virtudes para ir a su encuentro y no evitarlo, consiguiendo con el insulto un notable estímulo para seguir pecando. De esta manera, no tendrá el menor inconveniente en anunciarnos algún otro drama próximo cada mañana. No hay nada que enganche más que la tragedia que se puede evitar con un simple cambio de canal radiofónico.

Y aquellas crónicas taurinas, donde el cronista narraba que al salir el toro al ruedo el morlaco se quedó mirando al tendido, fíjamente, ya que entre el público había un conocido suyo, pariente cercano: el Cardenal de Toledo que asistía a la corrida.

El insulto como arte.

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Cuando insultar era un género literario

La editorial Ave del Paraíso reedita La linterna de Diógenes, los 39 retratos que el ácido poeta peruano Alberto Guillén hizo de crême de la crême de la cultura española. Publicado en 1921, el libro pasó de mano en mano con escándalo y, por qué no, regocijo. Es la narración de 39 encuentros, desde los hermanos Álvarez Quintero a Ortega y Gasset, donde Guillén adelanta el nuevo periodismo y sólo se propone sacar lo peor de los entrevistados. “Todos hablan mal de todos como alegres comadres —reconoció el autor—. Se despluman con grande habilidad y, sobre la ruina universal, ellos levantan su pendón”.

Besos de calavera. Odios. Enconos viscerales. Juicios tan francos que sólo caben en la intimidad de la tertulia de caté. La realidad literaria se refleja en un falso espejo, por dentro es escabrosa, mojigata, incendiada de batallas de celos, rencores, famas y requiebros. Alberto Guillén, peruano, poeta, orgulloso v despiadado llegó a España en 1917 dispuesto a conocer a los grandes: a los Quintero, a Azorín, a Baroja, a Camba, a Gómez de la Serna, a Juan Ramón, a Marquina, a Ortega... y lo que vio le espantó: suciedad y malas artes, grandes obras firmadas por gente miserable. Apenas se salvan Ramón y Cajal, Juan Ramón Jiménez, acaso Cansinos Assens.

«Es innegable la oportunidad del escarmiento», dijo Azaña en una crítica sobre el libro: «Que poetas y literatos se desuellen vivos no es nuevo». Guillén comienza visitando a Azorín, que tiene el «alma desnuda como una llanura manchega» —«la poesía de Azorín, ¿no tiene acaso la sencillez de una portera que sonríe remendando unos calzoncillos?», se pregunta—, luego prosigue con los Álvarez Quintero, que «no están mal en su papel de fabricantes de mermeladas». De ahí, no se salvan de su retrato inmisericorde ni Baroja ni Caro Raggio, su cuñado y editor: «Es medio rubio como Baroja, y medio sucio como Baroja, aunque quizá no huela a ratón como Don Pío, ni acostumbre a eructar ante la gente sus ajos y sus tonterías».

«España es negra, Solana tiene razón», se dice Guillén ante las visitas a Benavente —«que trata de ser amable en la incompetencia de sentirse superior» o al café del Pombo en donde le espera Gómez de la Serna, al que le describe como «unas cejas que miran y una cachimba que piensa». Los cruces de insultos son constantes. Gómez de la Serna describió a Azorín como a un hombre «lleno de miedo y pusilanimidad». Sobre Valle—Inclán: «Ese hombre opaco de lirismos tópicos, de artificios, hijo de una ira artística». De Baroja: «Que todo lo hace como una malicia de vaguedad. Toda su obra está llena de un enorme equivoco ». De Unamuno: «El hombre amarillo sin mundanidad y sin iniciativa, imitador y vulgarizador plomizo de locuras inimitables».

Juan Ramón parece un «caballero de El Greco», dice Guillén, siempre «ardiendo» y... quemando: «En España no hay nada. Yo sólo leo a los extranjeros». De Unamuno dice que es «un gran espíritu» pero que «hace cosas horribles». Y sigue: «Valle-Inclán es otro arcaico. Su obra es un alarde de estilo, retórica, estéril». El juicio de Ramiro de Maeztu satisface al osado Guillén, aunque el personaje le amodorra: «La literatura de ahora está en decadencia —dice don Ramiro sin inmutarse—. Hiede a sexo de mujer y a polvos de arroz». En defensa de Ortega y Gasset. De Maeztu llama a Ayala «roedorcillo», lo pone a caer de burro y «de burro» es Eduardo Marquina: «Es otro que quiere ser profundo a fuerza de ser oscuro». Guillén acude a Marquina, «que tiene un desprecio admirable por todos los retóricos», con la ansiedad de ver lleno el saco de los insultos. De Valle-Inclán, vilependiado como ninguno y por casi todos: «Es un señor que ha escrito cuatro o cinco libros, nada más, muy bonitos, muy engolados, muy sonoros, muy artificiales y muy huecos, y que ahora está en plena decadencia».

Juan Carlos Rodríguez, La Razón, 02.06.01

 

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A FRANCISCO DE QUEVEDO (atribuido)

Anacreonte español, no hay quien os tope,
Que no diga con mucha cortesía,
Que ya que vuestros pies son de elegía,
Que vuestras suavidades son de arrope.

¿No imitaréis al terenciano Lope,
Que al de Belerofonte cada día
Sobre zuecos de cómica poesía
Se calza espuelas, y le da un galope?

Con cuidado especial vuestros antojos
Dicen que quieren traducir al griego,
No habiéndolo mirado vuestros ojos.

Prestádselos un rato a mi ojo ciego,
Porque a luz saque ciertos versos flojos,
Y entenderéis cualquier gregüesco luego.



Luis de Góngora y Argote, 1609

 

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 Francisco de Quevedo: Contra don Luis de Góngora y su poesía

Este cíclope, no siciliano,
del microcosmo sí, orbe postrero;
este antípoda faz, cuyo hemisfero
zona divide en término italiano;

este círculo vivo en todo plano;
éste que, siendo solamente cero,
le multiplicaba y parte por entero
todo buen abaquista veneciano;

el minoculo sí, mas ciego vulto;
el resquicio barbado de melenas;
esta cima del vicio y del insulto;

éste, en quien hoy los pedos son sirenas,
éste es el culo, en Góngora y en culto,
que un bujarrón le conociera apenas.

 

 

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