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el mundo fragmentado

Rafael Sánchez Ferlosio

Rafael Sánchez Ferlosio Juan Pablo II


RAFAEL SÁNCHEZ FERLOSIO

 

EL PAÍS  -  Opinión - 22-04-2006

El certero y hoy ya casi olvidado hallazgo de Mac Luhan de que "El mensaje es el medio" se ha venido cumpliendo en un grado y hasta en unas formas que nadie, tal vez ni el propio autor, se habría atrevido en su tiempo a imaginar. La generalidad y la extensión mundial del uso, sin comparación posible con las de otro medio alguno, han hecho de la televisión el lugar máximo del experimento y de las transformaciones. Parto, pues, de este medio, al que hemos visto en plena actividad y hemos podido observar cómo ha venido -y casi no es hipérbole- "comiéndose el mundo"; el mundo, con su papa.

La transformación principal del medio televisivo ha sido, por así decirlo, apropiarse de sí mismo, ensimismarse, aunque parezca paradójico, frente a toda exterioridad hacia la que pudiese estar abierto y orientado, porque por muchas y diversas cosas que se le confíen, o más bien se le echen, su boca viene a ser como la tolva de una hormigonera, que ya está girando aún en vacío, y engulle sin dar muestra, sin detenerse un instante a diversificar los alimentos, pasando directamente a digerirlos y metabolizarlos. Como una ameba, el medio tiene ya fagocitado anticipadamente todo contenido, para encarnar él mismo su propio mensaje.

 

Josep María Terricabras, en El Periódico (de Catalunya) del 4-IV-05, decía lo siguiente: "En estos días, los medios de comunicación de todo el mundo no se cansan de decir y repetir que nunca un Papa había tenido tanto eco mediático. En realidad, son ellos los que se lo dan [...] Al fin y al cabo, son los medios de comunicación los que han experimentado una expansión enorme, tanto tecnológica como económica, desde 1978 hasta hoy". Los viajes, en tanto que "argumentos especiales", reclamaban un "seguimiento" más continuo y aumentaban enormemente la "cobertura" de los medios, sobre todo de la televisión. Se emprendían y organizaban como campañas de lanzamiento multitudinario de lo que hoy suele designarse como "mensaje de la Fe"; visitaba cada vez una nación, pero, con el inmenso poder amplificador y difusor del medio, el efecto no podía ser sino el de que en cada país que visitaba estaba virtualmente visitando el mundo (mejor dicho: si "virtualmente" o "realmente" lo dejo a los sentimientos del lector). Sin el medio televisivo habrían podido ser 1.000, 5.000, 10.000 las personas que le hubiesen visto besar la tierra, no decenas o cientos de millones. Jamás ha habido, ciertamente, hombre público en el mundo tan mostrado, tan multiplicado, tan publicitado, pero con una diferencia que importa mucho subrayar: la de que ello haya sido, de una manera totalmente predominante, en su aspecto de mera presencia visual.

 

Pero la cualidad y el poder de lo que hoy llamamos "medios" (cualidad de "mensaje" y poder sobre el "mensaje", por supuesto) estaban ya prefigurados, aunque no fuese más que a escala urbana, en las grandes invenciones edilicias. No creo que haya ninguna comparable, a los efectos que aquí nos interesan, como la que, en el primer siglo de la Edad Moderna, a partir de los primeros sillares de Bramante hasta la elipse porticada de Bernini, se levantó en San Pedro Vaticano, aunque fue Miguelángel el que con más consciente deliberación le cargó el ademán autoritario. Ningún papa, ningún santo, ha hecho tanto por mantener a flote la nave de la Iglesia -y a través de aquellos trances procelosos de la Reforma y la Contrarreforma- como aquella aplastante montaña autoritaria, auténtica "mole mediática", en la medida en que la autoridad del "mensaje" la aportaba el "medio". Luego vendrían los estadios y las megafonías.

 

Pero aún antes de San Pedro, ya en el siglo XIV -en el que no imaginamos grandes aglomeraciones como las de hoy en día-, se reconocía cómo el efecto de contagio y de sinergia de las muchedumbres propiciaba la unanimidad y la sumisión ante el sonido de una única voz: "Cuando los hombres son muchos ayuntados, ligeramente son de engañar". No trato aquí de insinuar, con respecto a Juan Pablo II, ninguna clase de "engaño" en un sentido lógico, ni cosa intencionada por su parte -aunque el abuso del medio acabase por infiltrar en sus decires algún sesgo torticero-; el fraude se perpetraba en el orden afectivo: sus apariciones, más que sus palabras, fueron incoando y aceptando cada vez más poder sugestivo para despertar en las masas, en la comunidad cristiana, un sentimiento de protección que no era más que un placebo, una nana, una canción de cuna. Afuera, mientras tanto,la tempestad no iba a amainar un punto; ni un árbol, ni una rama, ni una hoja, dejaría de azotar el horizonte como un látigo del viento.

 

Ejerció un protagonismo exclusivo y omnímodo, concentrando sobre su figura -más que sobre su persona- toda la participación empatética de los creyentes. Por eso fueron especialmente los viajes, en los que se le abrían de par en par las grandes explanadas, los estadios, las megafonías, lo que parecía preferir. De su corte, los fue apartando a todos con los brazos, a una y otra parte, como quien se abre sitio, hasta quedarse él solo con la escena, con el espacio todo para sí, al igual que un novillero enrabietado, que manda a toda la cuadrilla al callejón (una cuadrilla que por cierto, en este caso, se componía de cardenales y arzobispos). Traía ya dotes de vanidad y de histrionismo, para dejarse arrebatar por la espectacularidad y la megafonía. De ahí tal vez que a despecho de la incuestionable sinceridad de su afán por dinfundir la Fe, no quiso detenerse a ponderar la confianza que pudiera merecerle la desmesurada potencia de los "medios", y no se resistió a la tentación de reencarnarse en su representación mediática, para acabar transfigurándose en su propia alegoría publicitaria.

 

Pero no todo fue deformación funcional debida al medio; alguna vez también reacomodó los contenidos según la condición del auditorio. Así fue en el estadio deportivo de la ciudad de Puebla -que pude ver por la pantalla "en vivo y en directo" y comenté en su día-, ante un público de obreros expresamente convocado por él mismo. Allí levantó de pronto una gran voz y dijo: "El trabajo ¡no es una maldisióoon!", y aquí tras una breve pausa enfáticamente suspensiva, elevó todavía una octava más el diapasón: "¡Es una béeendisióoon!". Huelga decir que el clamor del auditorio, dada la predisposición incondicional de un pueblo tan católico como el mejicano, fue atronador. Y, sin embargo, Juan Pablo II, pensando solamente en el halago -un paradójico y aun fraudulento halago, tal como se verá-, había arrojado su renovación de la maldición genesíaca sin consideración alguna hacia la condición del auditorio al que se dirigía: un auditorio para el que la idea de "trabajo" no se opone al "ocio", sino al "paro". Dejando aparte la tradición de los Estados cristianos por reprimir "la ociosidad" -con leyes nunca severas y sólo raras veces efímeramente eficaces-, la apología positiva del "tabajo" en sí mismo y por sí mismo surgió con el capitalismo y su necesidad de mano de obra, y fue enseguida recogida sin rechistar por el marxismo; la exaltación del trabajo -sin determinación de contenido- como virtud moral se desarrolló como la más perversa pedagogía para obreros. Y así Juan Pablo II se sumaba a la indecente ideología laboralista -y al fin productivista- del capitalismo y el marxismo, de tal suerte que mientras los obreros de Puebla lo aclamaban estruendosamente con su inocente gratitud hacia un papa que les había hecho el honor de recibirlos, los que con más conocimiento y más de corazón se lo debían de estar agradeciendo, desde el silencio de sus grandes despachos, eran los empresarios mejicanos, que veían cómo el papa se tomaba el cuidado de mantenerles bien domesticado el ejército de reserva, ya fuese en situación de empleo, ya fuese en la de paro.

 

En su visita a Santiago de Chile, en tiempos, tadavía, de Pinochet -según cuenta Ariel Dorfman-, también hizo una gran convocatoria para un auditorio específico; esta vez fueron los jóvenes y adolescentes. En un momento de la alocución, el papa, elevando el nivel de decibelios, les hizo tres preguntas. La primera: "¿Renunciais a los demonios de la avaricia?", era perfectamente vana, porque él tenía que saber sobradamente que aquellos jóvenes y adolescentes estaban todavía tan alejados, por la edad, de la tentación y aun de la mera posibilidad de enriquecerse, que la avaricia les era cosa totalmente ajena e indiferente. Algo más clamoroso fue el a la segunda pregunta: "¿Renunciais a los demonios de la violencia?", porque con ser, respecto de ellos, casi igualmente ociosa y prescindible, tenía un sentido más cercano y más pregnante. Pero Juan Pablo II, anticipando esas dos preguntas tan gratuitas, sin interés para él ni para el auditorio, por la obligada y previsible obviedad de la respuesta, se había estado preparando mediante la secuencia de dos síes garantizados, una especie de pendiente o tobogán que hiciese precipitar, como un automatismo, el que realmente le importaba: "¿Renunciais a los demonios del sexo?", preguntó, pero he aquí que de pronto la escopeta le hizo chapi; sorprendentemente, los muchachos tuvieron la rapidez de reflejos suficiente para no dejarse coger desprevenidos por la innoble trampa que les había tendido el papa, y en lugar del tercer sí, que venía ya rondando cuesta abajo acelerado por la inercia de los dos primeros, contestaron, "sin la menor vacilación" -dice Ariel Dorfman-, "¡Nooo!". Esto fue en abril de 1987, en el Estadio Nacional de Santiago, donde había juntado un auditorio de cien mil muchachos.

 

En los ultimos años de su vida, las apariciones públicas de Juan Pablo II se fueron pareciendo cada vez a la práctica litúrgica que conocemos como "exposición del Santísimo": una forma consagrada se metía en un expositor, detrás de un cristalito, para que quedase a la vista de los fieles, en el altar mayor, en donde recibía su adoración. El expositor, o sea "la custodia", era una mayor o menor aureola circular, elaborada con labores de fina orfebrería y más o menos valiosas gemas engastadas, que remataba en rayos de oro como imitando el sol, de tal modo que un ignorante del asunto no habría sabido decir si lo que hacían los fieles que allí permanecía arrobados, de rodillas, merecía llamarse "adoración del Santísimo" o contemplación de la custodia. Las custodias, que son seguramente las piezas más valisosas de la joyería litúrgica -algunas especialmente famosas por su lujo, su arte y su tamaño, como la de Toledo-, podrían también incluirse entre los "medios", por su capacidad de subsumir el "mensaje" -en este caso, la hostia consagrada- y erigirse ellas mismas en el mensaje principal. Las apariciones de Juan Pablo II, tanto por su actitud como por la de los fieles, se fueron concentrando en el carácter de pura "exposición" (en el sentido especial arriba dicho); la presencia del emisor prevalecía sobre lo emitido, lo anulaba, lo hacía indiferente. La emisión consistía ya toda ella en la sola aparición del emisor: él, su presencia visible -en la que era esencial su incofundible y excluyente vestidura blanca- se hizo objeto de culto.

 

Las muchedumbres cristianas -y algunas no cristianas- que acudían a Roma no iban ya en busca de Dios, de Jesucristo o de la Fe; iban tan sólo a rendir culto a Juan Pablo II. Sin conexión alguna, por puro azar, su pontificado ha venido a coincidir con la importación y mercantilización en Europa del último subproducto del anti-intelectualismo populista norteamericano: esa especie de canon para la licuefacción cerebral metódica llamado "inteligencia emocional". Ya digo que la coincidencia con el pontificado es sin duda totalmente fortuita, pero, aun así, podría haber coadyuvado a la creciente labilidad y ductilidad emocional de las masas que se dejaban seducir y conmover, sin prevención ni resistencia alguna, ante el obscenso exhibicionismo del pontífice, que, cayéndose a pedazos, seguía paseando coram populo, hasta los últimos días, su sufrimiento.

 

Acaso lo más sórdido y más inmoral del cristianismo sea el culto y el cultivo del dolor por el dolor como valioso en sí mismo y por sí mismo, tan vinculado a la impura noción de "capital moral". El 2 de marzo de este año, en este mismo diario, apareció el que hasta hoy ha sido tal vez el mejor chiste de El Roto (y pido excusas por la ausencia del dibujo, que también importaba): Había uno que decía: "Entonces, ¿el sufrimiento también es una inversión?"; y el otro contestaba: "¡Pues claro!".

 


1 comentario

Mnemosine -

¡Qué ciertas sus palabras! Sólo me queda asentir y aplaudir