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el mundo fragmentado

20 de enero

 Palabras y hechos

Lo menos que se puede decir es que el Gobierno no interpretó correctamente las advertencias de ETA.

UN POLÍTICO, más si es gobernante, tiene un problema cuando un amplio sector de la ciudadanía llega a convencerse de que su palabra no guarda relación con los hechos de los que quiere dar cuenta o pretende encauzar en una determinada dirección. Hoy es evidente que no era la mejor manera de identificar como "proceso de paz" la negociación con ETA y que no era la mejor manera de identificar el rearme de ETA como un accidente de tal proceso.

Hoy es dolorosamente claro que no basta nombrar un hecho para cambiar su significado. Cuando por medio de la palabra se intenta modificar el significado de unos hechos, quien sale perdiendo es la palabra, no los hechos: el lenguaje se pervierte y las palabras descienden al nivel de la in/significancia, pierden su referente, no explican el sentido de las cosas. Es lo que ha ocurrido con el discurso al que el presidente del Gobierno se ha lamentablemente acostumbrado en los últimos tiempos y que ha tenido su más patética expresión en su incomprensible conducta y en las declaraciones inmediatas al atentado: eran palabras vacías de sentido, que conducen al autoengaño del emisor y a la frustración de sus destinatarios

Hace meses, casi recién proclamado un alto el fuego permanente, y como el vandalismo callejero no remitiera, ETA se vio en la necesidad de anunciar, primero, que el Pueblo Vasco hacía muy bien en demostrar su enfado por medio de ese tipo de actos y, segundo y principal, que se confundía quien entendiera permanente como irreversible. ETA llamaba entonces a las cosas por su nombre. Que la kale borroka desapareciera y que lo permanente se convirtiera en irreversible dependería de los pasos que el Gobierno diera en una negociación que ETA ha definido desde su primer comunicado como proceso para construir, sin renuncia previa a las armas, un nuevo marco político. Cualquiera podía interpretar, porque estaba tan claro como la luz del día, que ETA había suspendido -por emplear una palabra del gusto del presidente- sus atentados de manera condicional: si el Gobierno daba pasos en la dirección querida por ETA, mantendría la suspensión; si no, habría kale borroka y lo permanente se convertiría cualquier día en reversible sin dejar de ser, para sus autores, permanente.

Lo menos que se puede decir es que el Gobierno no interpretó correctamente estas reiteradas advertencias, siempre acompañadas de hechos: robo de armas, secuestro, chantaje a empresarios, vandalismo callejero y todo lo demás. No eran, contrariamente a la interpretación de los expertos en procesos de paz comparados, mensajes para consumo interno, sino palabras cargadas de hechos, como a su debido tiempo advirtió la policía francesa. El Gobierno, sin embargo, convencido, como tantos de sus asesores, de que lo que ETA hacía era pedir árnica para pasar el trago del desarme, interpretó todo eso como retóricas para calmar a los más reacios y traerlos al redil del proceso.

El presidente del Gobierno arrastra desde hace tiempo un grave problema de discurso, que sus más allegados han pretendido trivializar desdeñando a quienes así lo señalaban como gentes de otra generación, de un tiempo pasado. Lo mostró en el debate del Estatuto de Cataluña; lo ha vuelto a mostrar en la negociación con ETA. Su cada vez más deletérea perversión del lenguaje era recibida con inquietud por los ciudadanos que comenzaron a sospechar que aquel pensamiento blando, más que débil, ocultaba una inseguridad de fines: el presidente, en realidad, no sabía adónde iba el proceso y lo disimulaba a base de identificarlo con calificativos genéricos. Pero como a un gobernante siempre se le supone en posesión de información superior, se le otorgó la presunción de que, aunque no supiera adónde iba el proceso, sabría al menos cómo manejarlo. El atentado de ETA ha demolido también esa presunción: el presidente no poseía esa información superior, y la reiterada petición de fe y confianza en su palabra estaba montada sobre una nube de humo.

Y éste sí que es un problema cuando hechos de la magnitud del último atentado no caben en el discurso de quienes, negociando con ETA, creyeron estar embarcados -y actuaron como si lo estuvieran- en un proceso de paz. Sin duda, habrá que reconstruir estrategias con vistas a futuras negociaciones; para que sean creíbles, será preciso elaborar el discurso que las identifique. Mal empezamos si el reconocimiento del error se censura -única práctica en la que el presidente ha mostrado rápidos reflejos: censurar cualquier esbozo de autocrítica- y si, finalmente, todo lo ocurrido se despacha con un "ya os decía yo que el proceso sería largo, duro y difícil".

Santos Juliá ( El País )

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La generación del 'crack'
Todas las claves sobre los escritores mexicanos que revolucionaron la escena literaria en español.

Los nuevos escritores mexicanos ya no escriben sobre la Revolución. Ni sobre pueblos habitados por fantasmas, caciques, maquiladoras, o la frontera. Por lo menos, los miembros de la última sensación del país que dio al mundo a Octavio Paz o Carlos Fuentes. La moda se centra en la Generación del Crack (crack por ruptura, no por la droga), un grupo de escritores que no llegan a los 40 años y que están sacudiendo los cimientos de la escena literaria mexicana y, de paso, vendiendo lo suyo.  

QUÉ ES EL CRACK

Estado de Hidalgo, México, verano de 1996. Una pequeña revista de la que ya no queda rastro alguno, da cabida en sus páginas a un manifiesto literario firmado por cinco jóvenes escritores: Ignacio Padilla, Jorge Volpi, Eloy Urroz, Vicente Herrasti y Ricardo Chávez Castañeda. En el texto, se aboga por dejar la literatura "bananera" y volver a las raíces del boom latinoamericano: recuperar el respeto que por el lector inteligente tenían las primeras obras de aquel mítico momento de las letras hispanoamericanas, y que supusieron un soplo de aire fresco para la anquilosada escena literaria española.   En 2001, casi cinco años después, los miembros del movimiento aparecen regularmente en las páginas culturales de El País, El Universal o El Herald, venden miles de libros, dan conferencias en todo el mundo y sacuden, como si fuera una piñata, las conciencias del establishment cultural mexicano, debatido entre la tradición indígena, la influencia del vecino del Norte y la alargadísima sombra de Paz, Fuentes o Rulfo, mexicanos universales.  
En México, algunas voces claman contra la renegación que, según ellos, hacen de su país estos autores. Una posición un poco chauvinista (patriotera, la llaman ellos): varios intelectuales hablan y no paran de que no se nota que sean novelistas mexicanos. Alguien debería decirles que estamos en el siglo XXI, y no vamos a descubrir a Paz a estas alturas. O a Fuentes, o a Rulfo.   Un epígono de García Márquez, Laura Esquivel, o la exitosa Ángeles Mastretta, no puede decirse que reflejen el México que esos intelectuales quieren. Pero, ¿qué México? ¿El de las grandes empresas, o el de Chiapas? ¿El de las tortillas de maíz, o el que suspira por que la frontera USA baje en longitud?. Pero han cambiado muchas cosas en México. Sigue siendo un país de tremendas desigualdades, donde conviven fortunas dignas de 'Las mil y una noches' con los suelos de tierra en el 15% de las viviendas del país.   Así, las coordenadas de los escritores han de cambiar por fuerza. Pero persiguiendo, como dijera Ricardo Chávez Castañeda, "desbrozar una estética olvidada en la literatura de México".

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