Ernesto Giménez Caballero, o el imperio en una zapatería
MANUEL VICENT
Allí, en su estudio, Ernesto Giménez Caballero ha comenzado a hablar moviendo las aspas. Y a los cinco minutos uno ya se ha hecho su composición de lugar. Una de tres: este hombre es un sacamuelas imperial o un visionario con las meninges en carne viva o un humorista que se saca de la manga dioses, mitos, caudillos de pilas, héroes de trapo y otros sueños brutales de inmortalidad, es decir, este ciudadano es un loco que se ha echado al monte, no como un guerrero, sino como una cabra. O tal vez uno está equivocado y Ernesto Giménez Caballero sólo es un poeta que sueña con un universo lleno de gloria y escombros sin ánimo de molestar a nadie. Ahora el aspa de los brazos vuela sobre su cráneo mientras su lengua va triturando la historia.
-Fue durante aquella cena, dos días antes de la Nochebuena de 194 1, invitado a casa de Goebbels, allí, en Berlín, cuando expuse a Magda, su mujer, mi grandísima visión, la posibilidad de reanudar la Casa de Austria que se había interrumpido con Carlos II el Hechizado. Antes de cenar yo le había regalado a Goebbels un capote de luces para que toreara a Churchill, y en eso Gocebels tuvo que salir porque lo llamó Hitler. Quedé solo con Magda en un salón privado donde ardí una chimenea de leños. Se sentó frente a mí en un sofá de raso verde y oro. Pero luego hizo que me acercara a ella para ofrecerme una copa de licor que calentó con las manos y humedeció levemente los bordes con los labios. En aquel ambiente de ascua y pasión, en una noche alerta de patrullas y alarmas de bombardeo sentí que iba a jugarme la carta de un gran destino, no sólo mío, sino de mi patria y del mundo entero. Entonces le propuse la fórmula para llegar al armisticio de Europa reanudando al mismo tiempo la estirpe hispano- austríaca. Se trataba de casar a Hitler con una princesa española de nuevo cuño, como Ingunda, Brunequilda, Gelesvinta y Eugenia. Sólo había una candidata posible por su limpieza de sangre, su fe católica y sobre todo por su fuerza para arrastrar a las juventudes españolas: ¡Pilar Primo de Rivera! Había que casar a Hitler con la hermana de José Antonio. Al oír esto los ojos de Magda se humedecieron de emoción. Tomó mis manos y las estrechó con las suyas. Y acercando su boca a mi oído musitó el gran secreto: «Su visión es extraordinaria y yo la haría llegar con gusto al führer, pero resulta que HitIer tiene un balazo en un genital y es impotente desde sus tiempos de sargento. No hay posibilidad de continuar la estirpe. Lo de Eva Braum no es más que un tapadillo para disimular».
No tiene fronteras ni se para en barras. Giménez Caballero limita por detrás con el propio Zeus, por delante con el Apocalipsis total y a derecha e izquierda con los respectivos cajeros de Abc y Diario 16, que le paga 1.800 pesetas, menos descuento, por cada artículo donde este poeta abrasado junta las estrellas con los testículos, a Carlo Magno con el turrón de coco, a Rusia con la gimnasia y a Norteamérica con la magnesia. me contarás si se puede vivir con est miseria. Estoy pasando por una situación muy precaria. La imprenta Giménez está llena de problemas laborales por culpa del comité obrero dominado por los comunistas y nuestra papelera de Cegama ha caído prácticamente en manos de ETA, así que estoy pensando en largarme a Paraguay, donde mi amigo el presidente Stroessner es posible que me eche una mano. ¿Puedes creer que a mis 82 años todavía hago el amor como un chaval?
-Ya será menos.
-Lo que yo te diga. Aunque depende mucho de lo que me echen.
En el ático de un hotel de tres plantas en la colonia de El Viso ha hecho nido la última águila imperial, que aún sube y baja los peldaños de tres en tres, canturreando y abierto de zancos. Giménez Caballero tiene una osamenta muy profética en la cara, esa quijada que le recoge la boca como una pala y le aproa el mentón dándole un aire de voluntad desmedida. En plena empanada ideológica del final de los años veinte, el socialista Giménez Caballero abandonó a la sobrina del cura de El Escorial y se casó con una florentina rubia y de Ojos azules. Viajó a Roma y las pompas fascistas le deslumbraron el cerebro reblandecido por la luna de miel. Las calles de Roma estaban llenas de desfiles con tambores, correajes, pendones. camisas negras y saludos varoniles, todo rebozado con una visualidad revolucionaria. Ernesto se convirtió al fascismo en la acera. como un turista al ver pasar la procesión, y en su noble pecho se juntaron el hambre con las ganas de comer. Desde ese momento el sueño de este iluminado consistió en rastrillar garitos, tertulias, redacciones, despachos buscando un héroe que se prestara a hacer el papel de Mussolini en España.
-Podía ser Azaña. Le conocí en el Ateneo y le escuché algunas veces en sus corrillos del Regina y de la Granja del Henar. Nunca intimé con él, ni creo que nadie, ni siquiera su mujer. Una vez le llamé tirano cuando quiso romper con el mango del cuchillo el gollete de una botella de vino porque el camarero tardaba en hacerlo con el sacacorchos. Yo le propuse a Azaña que fuera nuestro Mussolini, pero Azaña no era un hombre para la revolución trascendente, era demasiado burgués, oficista y feo. Después soñé con Indalecio Prieto, pero le faltó genio y heroísmo, nos resultó demasiado bilbaíno con sus gustos por la buena vida. La noche en que le dije que fuera nuestro conductor nacional socialista, allí en su despacho de Obras Públicas, me contestó: «No se meta usted en política, Giménez Caballero, porque en política le abren a uno el vientre y hay que volverse a meter el bandullo con las manos». Luego estaba Ledesma Ramos, que era de raigambre humilde, como Mussolini, tenía talento y coraje, pero era muy enteco y esmirriado y encima pronunciaba las erres a la francesa, decía egue, egue, ¿y dónde iba un condottiero hablando con la egue? Ledesma se dejó tupé y bigote de mosca como Hitler y luego una perilla a lo Italo Balbo. El dibujante Bagaría le llamó Balbo raquídeo. No había nada que hacer. En seguida apareció José Antonio. Ese ya era otra cosa, lo que se dice un caballero, aunque le faltaba tener un origen proletario. Dio lo máximo que podía dar un señorito: su vida. Se lo dije el primer día que le conocí: tú eres el cordero de Dios que quitas los pecados de España.
El profeta Ernesto también pensó en Largo Caballero, que tenía los ojos claros y la figura noble; en Fernando de los Ríos, por su barba levítica de seda negra; en Ramón Franco, que usaba una cara de moro palestino; en Madariaga, a quien Lequerica llamaba Madariagalímatías porque sabía muchos idiomas; en Marañón, que, por fin, podría curarle la pleura a España, Así andaba Giménez Caballero como un poseso por el desierto buscando un héroe de paisano cuando, en un descuido, le salió delante un militar con el toque de zafarrancho.
Franco o el rey David
-Fue el 7 de noviembre de 1936 cuando pude ver a Franco en persona, en el Cuartel General de Salamanca. Antes de entrar en su despacho, en aquel segundo piso del palacio del obispo, me crucé con doña Carmen, que llevaba en el brazo una guerrera militar y un cesto de costura. Al abrirse la puerta, Franco estaba de espaldas, leyendo unos informes, de pie ante su mesa, llena de mapas, libros y papeles, vestido de caqui, pantalón largo y el fajín flojo, que le pendía como un tahalí por el costado. Alzó la cabeza para mirarme. Y, aunque yo le había visto en Marruecos y luego en fotografías, mi impresión fue insospechada e imborrable. Creí encontrarme con una figura legendaria y bíblica: ¡un rey David! Breve de estatura, pero con una cabeza entre el guerrero y el artista, con ojos de inspirado, como de músico. Y en vez de los papeles que tenía en la mano, me pareció adivinar un arpa. ¡Franco era David, David en persona, tocando el arpa! Con el doble talento del gallego y del judío. El rey David me desilusionó cuando decidió no entrar en la guerra mundial con Hitler. Al abandonar el andén de la estación de Hendaya comenzó el consenso en España, que todavía dura.
La calle donde vive Giménez Caballero es silenciosa y está en pendiente, como su famosa revolución. Por encima de las tapias de los chalés se asoman copas de acacia, yedras, madreselvas y agujas de haya. Las paredes están llenas de pintadas agresivas en favor de Tejero, de la Guardia Civil de Almería y del horno crematorio para rojos. Vas caminando entre insultos de alquitrán por la revolución abajo, hasta que llegas a una tapia donde la misma mano ha escrito con brocha gorda: «Poesía que promete E. G. C.». Enfrente mismo de este enigma vive el propietario de las siglas, Ernesto Giménez Caballero.
-Eso lo escriben los chavales. Se ve que saben que vivo aquí y lo ponen ahí como homenaje. Durante la guerra saquearon nuestra casa de la calle de Canarias, donde todavía tenemos los talleres de la imprenta. Al entrar en Madrid me fui a vivir con mi madre, en la calle de Velázquez, y luego nos trasladamos a este hotel de El Viso. Mi mujer acomodó una planta para cada hija, la tercera para nosotros, y yo instalé el estudio en este ático, que es donde me ves. Pero resulta que a una hija nos la mató un coche en la avenida del Doctor Arce y la otra se casó con el embajador belga, así que alquilamos los dos pisos, uno al cónsul de Francia y otro al marqués de Torrelaguna, y de eso vivo. Aparte de las colaboraciones, que suponen una miseria, y de la jubilación de embajador y catedrático, que vienen a ser unas 60.000.
Los sueños imperiales quedaron en agua de borrajas, pero nunca por falta de empeño. Giménez Caballero es un personaje que lleva aplastado en el cráneo el sol de Dios, un profeta sobrado de facultades, con la imaginación a toda mecha, aunque hoy, sobre sus viejos ideales, hayan montado un negocio de zapatería.
-De pequeño, mi abuelo me llevaba muchas tardes al Antiguo Café de Levante, donde cantaba la Zarzamora, en plena Puerta del Sol. Cuarenta años más tarde, cuando los alemanes perdieron la guerra y ya vi que era imposible restaurar la Casa de Austria con el enlace de Pilar y Adolfo, enterré los sueños del imperio en los sótanos de este café. Allí fundé la Cripta de Don Quijote para poder pactar con los enemigos que habían vencido, con los que urgía reconciliarse. Por otra parte, en este café había estado Rubén Darío, por aquí había pasado Simón Bolívar camino de casa de su novia, en la calle de Fuencarral; en sus peluches corridos se habían sentado el cubano Martí, Rizal de Filipinas y el general San Martín, todos los libertadores de América. Me puse en contacto con las embajadas de cada país hermano para fundir un bronce de su libertador correspondiente y dar una fiesta con chocolate y churros madrileños y productos típicos de su tierra con la única obligación de invitar a cualquiera que entrara en el café hasta la madrugada, a chulos, borrachos, noctámbulos, serenos, bohemios. Otro día llené el café de ciegos en honor a Buero Vallejo, y los ciegos, en su ardiente oscuridad, tocaron el piano, recitaron versos y nos hicieron pasar una velada inolvidable. Franco no quiso apoyarme en está empresa y se equivocó. De todo aquello hoy sólo quedan unas chapas de bronce de cada libertador, que yo rescaté antes de que nos echaran a patadas de allí para montar una tienda de zapatos. Aquello pudo haber sido como el café Greco, de Roma: un centro de peregrinación para estudiantes hispanoamericanos.
Ha varios Giménez Caballero. Aquel de y la Gaceta Literaria, vestido con mono azul eléctrico de tipógrafo vanguardista o de gris humo con cremalleras de plata, como inspector de alcantarillas. La Gaceta Literaria inició su publicación el 1 de enero de 1927 y. se extinguió en mayo de 1932. Durante cinco años aglutinó a todos los escritores de la época en pleno barullo ideológico.
-Algunos llegaron allí saludando con el brazo en alto y la mano abierta, como Alberti y César Arconada, y salieron con el puño cerrado. De los poetas, a Alberti le tomé mucho cariño. Bajaba a los talleres de la Gaceta y sobre una pila de resmas corregía poemas sobre Harold Lloyd y Los ángeles en ruinas. Creo que se hizo comunista por lo mismo que yo me hice fascista: por una mujer. María Teresa León se llevó a Alberti a las estepas rusas. Al principio todos teníamos una gran confusión ideológica, pero estábamos de acuerdo a la hora de aborrecer la vieja política liberalona del tipo de Romanones. Y llegó un momento en que hubo que definirse. La politización de la literatura comenzó en el año 1930, y un caso célebre en este sentido fue el banquete con más de cien comensales que Ramón Gómez de la Serna me dio en Pombo, donde se armó una trifulca espantosa. Mientras Alberti repartía entre las mesas un panfleto contra la Revista de Occidente, el escritor Antonio Espina se levantó para protestar por la presencia del comediógrafo fascista Bragaglia y aprovechó la ocasión para atacar la dictadura de Primo de Rivera. En seguida se alzó Ramiro Ledesma, no para defender al dictador, sino para pedir un clima de heroísmo entre las juventudes. Antonio Espina había sacado una pistola simbólica, la de Larra, pero Ledesma empuñó una de verdad, con lo cual se armó un jaleo terrible en el café y Ramon tuvo que utilizar su voz estentórea para sofocar aquel fuego. La guerra civil había comenzado en España, y una vez más los poetas precedían a los políticos. Yo había publicado, en febrero de 1929, en la Gaceta, el manifiesto Carta a un compañero de la joven España, que fue el gimenazo donde se iniciaban los gérmenes de un sindicalismo nacional y heroico, tenido como la primera proclama del sambenito llamado fascismo. Lo curioso es que quienes recogieron este ideal, desde Ledesma Ramos hasta los falangistas actuales, ninguno ha querido que se le llamara fascista, olvidando que mi ideario lo traje de Roma en mi viaje de novios, en el año 1926. Después mis amigos y colaboradores de Gaceta Literaria me fueron abandonando.
Y luego está el otro Giménez Caballero, ese que se ve en las fotos de la guerra con el triple arreo del militar, del falangista y del requeté, toda la pañería puesta encima, como un hombre-anuncio de la Revolución Nacional Sindicalista Tradicionalista y de las Jons, una guerrera cuadrada, correas y cinchos de mando por doquier, camisa azul, boina roja, gafas de intelectual, bigotito imperial, mandíbula salida en busca de la verdad absoluta, la lengua de fuego y la polaina hasta la altura de la genuflexión. Más que un niño con una tiza disfrutó Giménez Caballero bajo los cañones y los símbolos, el estertor de los cimientos de la historia y las bragas de Isabel la Católica puestas otra vez a remojo. Nuestro héroe insufló con su retórica el nacimiento del Nuevo Estado, recorrió los frentes de batalla pregonando la ira del vengador, subió al púlpito de la catedral de Salamanca vestido mitad de monje y mitad de soldado y lanzó unas letanías surrealistas sobre aquel lejano Madrid, la breva que se resistía a caer.
Propagandista de Franco
-En a quella primera entrevista, Franco me pidió que me hiciera cargo de la propaganda a las órdenes de Millán Astray. Y allí sellamos quizá el mismo pacto que Ockam con el emperador bávaro en el siglo XIV: «Tú me defenderás con la espada para que yo te defienda con la pluma». Todo lo que he conseguido de Franco en esta vida ha sido lo siguiente: que viera en mí un peso pluma, o sea, un mensajero dictador, que me confiara la propaganda, que me protegiera de los que querían asesinarme en Salamanca por apoyar la unificación, que me llamara a formar parte de su primer Gobierno, que me nombrara consejero nacional, procurador en Cortes y embajador en Paraguay, que me invitara a almorzar a solas con él y con su familia más de una vez, pero, sobre todo, que me dijera un día, en El Pardo: «Qué inteligente es usted, Giménez Caballero». Y ante el presidente Salazar, que me llamara la primera pluma de España. Y delante de los ministros de Justicia, Trabajo españoles y, del embajador de Paraguay, que repitiera que, además de ser la primera pluma de España, yo tenía... corazón. Lo que en boca de un militar como Franco significaba una laureada, o sea, tener cojones.
El aspa de sus rbazos sigue rodando sobre su cogote visionario. Giménez Caballero habla de Europa, que huye de Asia a lomos de un toro que la deposita precisamente en Mahón habla de judíos, moros y visigodos, lances del esgrima, desafíos, del Imperio Romano; del Ateneo Libertario, que estaba cerca des u casa. Tiene una extrema cordialidad este caballero seco y alambrado con huesos puntiagudos. Me regala libros y artículos como un ilusionado principiante. De pronto, se arroja en paracaídas desde lo alto del imperio carolingio, me mira bien la cara y me pregunta:
-¿Tú eres valenciano?
-Más o menos.
-Entonces tú eres más fascista que yo.
¡Oh, el Meditertáneo, César Borgia, Luis Vives de Europa! Lo que yo te diga: un fascista eres tú. Y a mí aquí me ves: hecho un toro a mis 82 años. Nunca me han puesto una inyección. Todos los días hago gimnasia como un instructor alemán. Y soy capaz de hacer el amor cada noche.
-Ya será menos.
-Lo que yo te diga. Claro que depende mucho de lo que me echen.
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