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el mundo fragmentado

Desde el corazón de la tragedia

Desde el corazón de la tragedia

( Angel Souto es un ciudadano gallego. Esta crónica la dejó en un blog y es, desde mi punto de vista, la mejor que se ha escrito sobre los incendios de Galicia. Es un relato de una emoción contenida donde no faltan los datos y la propia experiencia. Más allá de los hechos narrados, suficientemente críticos y trágicos, copio su relato a mi ventana para dejar constancia, una vez más, que internet supera en veracidad a quienes tienen la obligación - los periódicos- de no despreciarla nunca. Gracias Angel por tu contundente escrito)

Desde el corazón de la tragedia. San Xorxe en Cotobade (Pontevedra) uno de los municipios más afectados hasta ahora por los incendios de agosto. Extensiones enormes forman una franja negra y humeante que abraza a varios términos municipales. Me dice un concejal que el 75 % del término ha ardido.

Lo que he visto:

Estamos a jueves. El lunes, de buena mañana, la ruta entre San Xorxe, el pueblo donde nací, y Santiago atravesaba lugares cubiertos por un manto blanco. Pero no era la pacífica bruma de otras mañanas, sino espesas capas de humo. De un humo, que en ciertas zonas, sigue brotando de la tierra calcinada. En San Xorxe, el humo se había hecho dueño del ambiente, irritaba la garganta y los ojos, hacía doler la cabeza. Sin urgencia, con calma, sacamos a todos los niños de casa, los de mi hermana y los míos, y nos los llevamos a Santiago. Para proteger sus pulmones y no desencadenar la superada bronquitis de uno de ellos, y para evitarles la tristeza de ver como tanta belleza, árboles y naturaleza espléndidos, con todas las tonalidades del verde, quedaban convertidos en esqueletos negros, marrones, grises, desmadejados y muertos o moribundos sobre una alfombra negra. Nos los llevamos por prudencia, con el fuego a unos ochocientos metros de la casa de mis padres. Ayer, el fuego paró a unos cincuenta metros, en el perímetro que forman algunas fincas y prados y que han defendido, con desesperación, mangueras y máquinas portátiles, los dueños de la casa, los vecinos y amigos.

La Guardia Civil, infatigable, se ha multiplicado, pero sólo podía aparecer y manifestar su disposición. Algún avión ha dejado caer su carga con precisión y sin regularidad. Pero, al final, ha ardido todo, absolutamente todo, hasta esa última frontera donde ya sabíamos desde el principio que se libraría la última batalla. Y donde estaríamos, solos, haciendo guardia toda la noche. Para que la hierba de las fincas no trasladase el fuego hasta la misma puerta de la casa, hasta los frutales. Incluso sin electricidad para extraer agua de un pozo. Allí, solos, cada uno defendiendo lo suyo, en un frente de decenas de kilómetros, cada uno con sus vecinos, parientes y amigos. Como murió el vecino de Campo Lameiro, a seis kilómetros de la casa de mis padres, temerario, audaz, desesperado, impotente.

A los gallegos no les queda más remedio que ser ndividualistas y autosuficientes; para sacar petróleo de la entrada de las rías y para apartar el fuego de las casas. El Ejército, representado por un camión, una ambulancia y un vehículo de mando, estaba aparcado a cincuenta metros con órdenes expresas de intervenir sólo en defensa de las personas, o sea, para desalojarlas a la fuerza, se ve, y para exasperar más a los vecinos con su inactividad. Tal como son estos gallegos, si llegado el caso tienen que intervenir, más de algún uniformado se habría llevado una pedrada en la cabeza o algo peor. El que los envió ahí, ya no sólo es un total ignorante de la situación, sino que, además, le falta sentido común. Para más exasperación, en la TVG se los veía apagando el fuego. En San Xorxe, como vio mi hermano, sólo corrieron cuando pasaron las cámaras.

Hoy es miércoles, los niños siguen en Santiago. Las líneas telefónicas están cortadas. Ayer sólo funcionaba una compañía de móviles. Esto es normal. El fuego se lo lleva todo por delante. Pero volveremos a nuestro pueblo. Con el corazón en un puño, les diremos a los niños que todo volverá a crecer y en cinco o diez años todo será igual. Los carballos (robles) habrán brotado de nuevo, si sólo se han quemado superficialmente. Los buxos (bojes), sabugueiros (saúcos), vidueiros (abedules) y freixos (fresnos) tendrán que empezar de nuevo, pero lo harán. Y los eucaliptos correrán suertes variadas dependiendo de si los talan o no. Pero todo volverá a ser verde. Y quizá las ardillas y los zorros que hemos visto escapar vuelvan al monte. El bosque habrá recuperado su esplendor y su enorme masa forestal y todo volverá a ser igual. Y todo volverá a arder como ahora, tras una época sin fuegos, como la que hemos vivido estos últimos años, gracias a la cual éste ha sido el más devastador de todos. A la fuerza, los de mi pueblo tenemos que ser fatalistas. Salvo que se pongan los medios para evitarlo: ordenación de las plantaciones, con mayores masas de robles y castaños, que crean muy poco sotobosque; cortafuegos bien planificados y mantenidos con regularidad; mayor dotación de aviones antiincendios; personal de mantenimiento preventivo de los bosques (ordenación y limpieza) y no solo esforzados apagafuegos. Pero no se preocupen, para no defraudar a los alimentadores de tópicos, los gallegos seguiremos siendo fatalistas y nos conformaremos con un gran centro coordinador de incendios en Santiago, más personal en oficinas y muchos GPS en camiones que no entran por algunos caminos. O quizá no, ya veremos.

Hoy es jueves, pero el sábado rozamos la tragedia. Recordarlo nos provoca una emoción ambivalente, de gran alivio, por un lado, y de terrible desasosiego, por el otro, con solo imaginarnos la ratonera en la que podríamos habernos encontrado los participantes en la romería del pueblo, ni más ni menos que unas dos mil personas.


A Romería do San Xusto se celebra en una carballeira que ocupa un estrecho llano situado a medio camino en una abrupta ladera que desciende hacia el río Lérez. El paisaje es prodigioso, con suaves meandros hacia el Noreste, río arriba, y una inmensa ladera enfrente, con peñascos tapizados de arbustos, virgen, salvaje y exuberante. El llano de la carballeira está poblado por robles que alguien empezó a poner, o a reponer, allí en el siglo XIV, época de construcción de la ermita. Seguramente, no queda ninguno de aquellos primeros ejemplares, pero puede que alguno de los que hay pase de los cinco siglos y en general, muchos de ellos, pasan sobradamente de las tres centurias. Pasear entre estos enormes árboles crea un estado de ánimo especial, de arraigo, de vinculación con el pasado y el futuro. Cambia la percepción de uno mismo en el tiempo saber que bajo esas mismas ramas, una noche precisa del año, los tatarabuelos de nuestros tatarabuelos bailaban, bebían, reían, besaban, adoraban, holgaban y ... ¡estos gallegos!

Pues bien, para llegar a esta carballeira, hay que bajar por una estrecha carretera que serpentea por la ladera medio kilómetro, en medio del monte. El sábado por la mañana, 5 de agosto, día de San Xusto, todo el pueblo la recorría varias veces para llegar allí e ir preparando el lugar donde se celebraría más tarde la romería, con procesión, cena y luego baile, bajo los árboles. Mientras movíamos tablas y maderos de mesas, asientos y toldos, veíamos una inmensa columna negra en dirección Noreste, a unos diez kilómetros. Un humo espeso y extrañamente negro que venía en nuestra dirección arrastrado por un fuerte viento y que teñía el terreno de un amarillo intenso, al tamizar la luz del sol. Aquel humo, demasiado negro, demasiado abundante, no presagiaba nada bueno. Mientras trabajábamos, un vecino se acercó para decirnos que tenía que asistir al levantamiento de dos cadáveres en la carretera entre Pedre y Cerdedo, a unos cinco kilómetros: dos personas en un coche, calcinadas por las llamas. Aquel fuego era más de lo que había visto nunca en mi vida, yo que a los doce años, me paseaba con una sulfatadora al hombro apagando rescoldos a cien metros de la casa de mis padres, con toda la buena voluntad e ingenuidad del mundo. Pero entonces el humo era gris plomizo y esta vez era negro, mortífero, devastador. Quizá el fuerte viento, quizá la masa forestal que había crecido durante diez años sin grandes ataques, quizá una maldición. Cuando llegamos por la tarde, después de la procesión y tras entrar a los santos en la capilla, los presagios eran todavía peores. El fuego estaba todavía en la otra ribera del río, pero ya sólo nos separaban de él unos dos kilómetros. Nada lo había detenido. Se empezaba a respirar el humo y cierto nerviosismo. Las ganas de fiesta se iban disipando y sólo nos mantenía allí el pundonor de acabar lo que habíamos empezado y el ánimo acumulado durante el año. Bajamos de los coches las viandas, empanadas, jamón y cordero asado, roscas y dulces, vinos blancos y negros de las viñas de casa y nos empezamos a sentar en las mesas. Pero, en cuestión de minutos, empezó a correr por todo el campo de la fiesta un estado de alerta especial y generalizado: había que salir pitando de allí, sin histeria, pero lo más rápido posible. En diez minutos, las dos mil personas que allí estábamos nos pusimos espontáneamente de acuerdo y recogimos todo lo posible, nos distribuimos apresuradamente por los coches, cada familia controlaba que nadie se quedase sin asignar a algún coche, sin caos, pero con cierta inquietud, y emprendimos la salida por la estrecha carretera que nos llevaba a la carretera general. En la parte de arriba de la ladera, todavía nos detuvimos algunos para ver que la otra parte del río ardía como una tea, con varios frentes de fuego que la recorrían en horizontal. El calor, a unos quinientos metros, era apreciable y en la ribera en la que nos encontrábamos ya habían empezado a brotar algunos focos del incendio. Trasladamos la cena a casa y todavía nos reímos cuando un vecino nos trajo una caja de botellas de vino que uno de nuestros invitados, con la precipitación, había puesto en su coche. A partir de ahí, conscientemente, dimos la espalda al drama y celebramos nuestra reunión, unas treinta personas, con la mayor alegría de la que éramos capaces. Era la ocasión de sentarnos a la mesa juntos, algunos tras un año sin vernos, y no podíamos desaprovecharla. De noche el fuego avanza cuanto quiere, no salen los aviones, ni las brigadas, por pura lógica.

Al día siguiente nos contaron que la ladera por donde sube la carretera había ardido en no más de media hora. El fuego había hecho un efecto chimenea y, avivado por el viento, que soplaba cada vez con más fuerza, había recorrido de abajo arriba la ladera como una ola de llamas. Dicen que los coches explotan sólo con la proximidad del fuego. Al día siguiente, los vecino nos evitamos los detalles al comentar el hecho, pero la parquedad con la que abordábamos el asunto era suficiente para deducir las imágenes que cada uno de nosotros se estaba haciendo: dudas a la hora de salir con presteza, algún problema mecánico o atasco, decidir entre quedarse y aguantar el humo o huir por caminos, mejor dejarlo. No pasó nada. Nos contaron luego que un vecino, al ver que los coches estaban atrapados en la carretera por la que salíamos, cortó la carretera nacional para que no tuviéramos que hacer el Stop.


Lo que no he visto, pero he leído, me han dicho o he deducido:

En el 2005, Portugal ardió de Norte a Sur. Se repiten las mismas escenas desoladoras. Hoy le toca a Galicia, pero también al Norte de Girona. Hasta el 30 de julio había ardido sólo la mitad que el año pasado. Estamos ante un hecho no solo premeditado y planificado, sino también coordinado. Parece un acto de terrorismo. O quizá alguien quiere alterar el precio de alguna materia prima, del papel, por ejemplo. Durante unos años, la producción de eucalipto, la mejor madera para hacer pasta de papel, se habrá visto mermada extraordinariamente en Portugal y Galicia. Que investiguen los que puedan.

El año pasado, Portugal ardió de Norte a Sur. Se ve que nadie (en Galicia/España) puso las barbas a remojar cuando vio pelar las de su vecino (Portugal).

Hay muchos que, tradicionalmente, tienen interés en quemar el bosque y así lo han hecho, o se dice: enfermos mentales, madereros, ganaderos, personal de brigadas antiincendios, vecinos que quieren ahorrarse una limpieza, pero es difícil pensar que hubiesen podido actuar con tanta coordinación y tanta maldad en todo lo que hemos visto estos días. Se habla de que han apresado a 50 personas. Ya veremos, quizá algún loco pirado se ha apuntado a la quema general. Pero el asunto es muy complejo. No es fácil simplificar, ni seguramente hay un único culpable.

Los medios antiincendios son ridículos: dos aviones Canadair para toda Galicia. El mismo número que en 1975 y quizá sean los mismos aviones. Las tripulaciones vuelan sin descanso hasta jugarse la vida.

La contratación de personal antiincendios se ha demorado tres meses hasta coincidir con el inicio de la temporada. Se ha contratado bastante menos personal. Los máximos responsables de la lucha antiincendios, con gran experiencia, fueron cesados en su totalidad con el cambio de gobierno. A los integrantes de las brigadas se les exige acreditar su conocimiento de gallego, cuando la mayoría de ellos son gallego hablantes, pero su nivel educativo es bajo.

Los policías autonómicos que estaban de vacaciones siguen así (los que trabajan están doblando turno). Se les ha ordenado que “vayan a dar la cara y aguantar el rapapolvo”.

El presidente de la Xunta dice que “Todo está bajo control”. Realmente, si no es así, la tendencia es que lo sea en un futuro cercano: cuanto más arde, menos queda por arder. Mientras tanto, la descoordinación es supina y los medios ridículos. Y él con su voz enfática nos transmite la tranquilidad de un capitán iletrado en el puente de mando de un barco que se hunde. Por suerte, no se lo cree nadie. La magnitud de la tragedia convierte al presidente Pérez Touriño en un pelele ridículo incapaz de valorar la situación en su amplitud. La exhibición pomposa de su autoridad se reduce a manifestar que han pasado del nivel 3 al nivel 2 de alerta. Y ...??? No hay otra muestra de acción, más que la que se deduce: dejar arder. Hoy, ya no se puede hacer nada. Es evidente. Quien haya estado cerca de un bosque con eucaliptos de doce metros sabe que ese fuego es imparable. Pero ese fuego hay que combatirlo en enero, febrero y marzo, limpiando los bosques, abriendo cortafuegos, preparando personal, contratando medios, reforestando con sensatez.

La ministra Narbona, en su distante ignorancia, atrevida y simplificadora hasta casi la estupidez, nos dice que “tenemos que acostumbrarnos a denunciar a nuestros vecinos, si desconfiamos de ellos”. La pobre no conoce el tema. En vez de decir lo primero que se le ocurra entre baño y baño en la piscina, tendría que hablar con algún responsable del germen de la policía autónoma de Galicia, miembros de la Policía Nacional asignados a ese cuerpo. Ese responsable le diría que saben exactamente quienes son, pero que es tremendamente difícil pillarlos con las manos en la masa. Los expedientes se archivan y ya está. A lo mejor, a la ministra se le ocurre ponerles pulseras controladas por GPS. La ministra Narbona, en vez de cargar la responsabilidad sobre las víctimas, tendría que leer más, estudiar más, ser más aplicada y ser más prudente con su tremenda y osada ignorancia, al menos, en este caso.

Hemos visto correr a muchos vecinos con las llamas al pie de sus casas, a algunos bomberos para protegerlas, a algún personal de las brigadas, a miembros del Ejército cuando han pasado las cámaras de televisión y a la Guardia Civil, sobre todo a la Guardia Civil. Sus coches pasan zumbando, hasta en la más recóndita carretera. Me han apartado más de una vez con la sirena y he visto como se dejaban los retrovisores por los caminos estrechos. Me imagino que ni han dormido, ni han comido, ni casi bebido. Ayer, una conocida le estaba medio echando una bronca a uno de ellos, porque no iban a atender un fuego cerca de una casa y el guardia se echó a llorar, tal cual, desbordado por el agotamiento y la impotencia. A ese guardia yo le diría que, al menos para mí, ha quedado claro que es una de las pocas instituciones que se ha tomado las cosas con responsabilidad. Nunca sabremos si los muertos del sábado se hubiesen podido evitar con un corte de carretera. Pero parece como si la Guardia Civil se hubiese tomado ese hecho como un fallo propio y ahora nos vuelve locos con los cortes de carretera. Pero lógicamente, solo pueden extremar la prudencia, porque no pueden confiar en nuestra sensatez como conductores ante una carretera invadida por el humo, donde en un par de minutos, puedes encontrar fácilmente la muerte, si después del humo, vienen las llamas.

Conclusión:

La fecunda exhuberancia de Galicia, donde los árboles adquieren proporciones majestuosas y donde crece la hierba hasta por dentro de las ventanas, se nos ha vuelto hoy en nuestra contra. Esa pletórica naturaleza nos ha estallado como un polvorín. Un polvorín ignorado por gestores y políticos con la mirada muy corta e incapaces de prever lo que es evidente, que en Galicia, en verano, el bosque arde. Arde poco, si se adoptan todas las medidas posibles para evitarlo, y arde mucho, si uno espera a verlas venir.

Expongo los hechos tal como los he visto y los interpreto, supongo que con la parcialidad de no poder expresar la rabia de otra manera. Desde Santiago de Compostela, a 10 de agosto de 2006.

Angel Souto

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