Le Corbusier, el alquimista
JULIA LUZÁN
EL PAIS SEMANAL
Ha pasado a la historia como el arquitecto que descubrió las virtudes del hormigón armado para la construcción de edificios, pero Charles Edouard Jeanneret-Gris, conocido universalmente como Le Corbusier, fue fundamentalmente un artista, una figura clave de la cultura contemporánea, un hombre ultrasensible que murió con la amargura de no ser considerado pintor al mismo nivel que arquitecto. Su testamento vital y artístico, el Poema del ángulo recto –una serie de 19 litografías realizadas en secuencias de siete partes a lo largo de siete años (de 1947 a 1953), y publicada en forma de libro, la parcela menos estudiada de su obra y, paradójicamente, la que revela más detalles de su biografía–, se muestra por primera vez en España. “Esta exposición presenta a un Le Corbusier que hasta ahora sólo han conocido los especialistas, y que le acerca a un público que en él ve únicamente al arquitecto de edificios como cajas de zapatos”, señala Juan Calatrava, director de la Escuela de Arquitectura de la Universidad de Granada y comisario de la muestra que podrá verse en el Círculo de Bellas Artes de Madrid, y matiza: “Aunque más que el descubrimiento del libro, se trata del descubrimiento de la importancia que tiene el libro”.Collages, pinturas, dibujos y poemas de puño y letra del arquitecto suizo dan forma al Poema del ángulo recto, una experiencia insólita en la obra de Le Corbusier. El libro “condensa su filosofía como pintor y arquitecto”, afirma Calatrava, quien añade: “Siempre se ha dicho que Le Corbusier era un racionalista que deseaba construir edificios como máquinas, y es verdad, pero no toda, y este libro es la otra parte de la verdad. Es el aspecto poético que había detrás de toda aquella arquitectura mecanicista. Me gusta mucho comparar el Poema del ángulo recto con la obra de Baudelaire porque representa la obra poética que permanece oculta siempre detrás de la obra de arte”.
Corbu, como firmaba muchos de sus trabajos, vivió siempre con la doble personalidad del pintor y el arquitecto. Charles Edouard Jeanneret-Gris nació el 6 de octubre de 1887 en La Chaux-de-Fonds, una próspera ciudad relojera suiza de 27.000 habitantes. Su padre era relojero, según algunos, o grabador, según otros, y su madre, una sensible profesora de piano. Sus inclinaciones artísticas le llevaron a la escuela de arte de su villa natal, y fue allí donde decidió cambiar de rumbo y dedicarse a la arquitectura siguiendo el consejo de su profesor Charles L’Eplattenier, un pintor y escultor del montón que logró inocularle la pasión por las formas.
En 1907, el joven Charles Edouard, acabada su formación, se traslada a París y adopta el nombre con el que se le conocería desde entonces, tomado de un antepasado francés, Le Corbesier, que transformó en Le Corbusier, un ave rapaz. Él mismo se representó como ese tipo de pájaro en una caricatura que envió a sus padres en 1909. Kenneth Frampton, uno de sus biógrafos, traza un paralelismo entre estos gestos y el simbolismo del águila en la tradición mitológica y el del cuervo en la cultura egipcia. El espíritu, el sol y el origen de la vida están en la explicación de esa identidad, acompañados del fuerte sentimiento de orgullo que sentía Le Corbusier de su ascendencia aristocrática, una familia de la nobleza de la región del Languedoc francés del siglo XVII: “Las fronteras de mi tierra natal pertenecen a los márgenes topográficos y geográficos de los grandes éxodos de antaño”, escribió. “Soy originario del sur de Francia, somos albigenses”.
Esa afirmación, un tanto romántica, de pertenencia a una religión herética puede explicar la dualidad en la vida y en la obra del arquitecto suizo. Los cátaros, los herejes albigenses, a los que Le Corbusier aseguraba pertenecer por linaje, no aceptaban que Dios hubiese creado un mundo tan lleno de sufrimiento. Rechazaban, por tanto, la cruz y los sacramentos, y asociaban el bien con lo espiritual y el mal con el cuerpo. Tales creencias llevaban inevitablemente a un modo de vida muy puritano, basado en el vegetarianismo, la meditación y la abstinencia sexual. Le Corbusier, con sus rasgos de sabio despistado, elegante y alto como un huso, se ajustaba al prototipo por él perseguido: un hombre inconformista, hereje, en constante búsqueda.
“La arquitectura es el juego sabio y magnífico de los volúmenes frente a la luz del sol”, afirmaba, para mostrar el combate permanente entre lo racional y lo telúrico, entre el Sol y la Tierra, el agua y el fuego. El tema mítico de los cuatro elementos, presente siempre en su ideario, inspiró su libro Poema del ángulo recto. El título hace referencia a la obsesión del arquitecto por encontrar la geometría oculta en la naturaleza, a la que, según él, sólo se llega a través de un proceso lento, laborioso, intelectual. “Categórico / ángulo recto del carácter, / del espíritu, del corazón. / Me he mirado en ese carácter / y me he encontrado”. La portada del libro revela este dualismo. En ella aparecen el Sol y la Luna, y los tonos azul y rojo. Son lo masculino y lo femenino. Según Calatrava, el poema ha estado años en el limbo. Los estudiosos de Le Corbusier han pasado por él de puntillas y siempre intentando encontrar la alquimia en el libro. Sobre la figura de Le Corbusier hay infinidad de bibliografía, pero sobre el Poema, la documentación existente puede contarse con los dedos de la mano, posiblemente porque con su libro, misterioso, colorista, Le Corbusier contradice su imagen racionalista. Según Juan Calatrava, las pinturas del libro están en perfecta sintonía “con lo que hace Matisse en aquella misma época y con lo que pintaba Picasso”.
“Soy un constructor / de casas y pala-cios. / Vivo entre los hombres. / En medio de su madeja. / Embrollada. / Hacer una arquitectura es / hacer una criatura”. Le Corbusier da rienda suelta a su imaginación. Pinta con brochazos largos, fuertes, a la Medusa y a Apolo, a Pasifae y al toro solar cuya unión dará lugar al nacimiento del Minotauro de Creta. Desarrolla una figura femenina alada, la mujer Capricornio, claramente opuesta al Unicornio. En una página dibuja, enfrentadas, una concha marina, el símbolo femenino, y la piña, el símbolo masculino. La simbología en el Poema es abrumadora. Es leer en colores el pensamiento del hombre que revolucionó la arquitectura del siglo XX. Es un libro que recoge muchos de los temas que aparecen una y otra vez en su trabajo: las manos, el guijarro y la piedra, el barco como la obra humana capaz de trazar un puente entre la solidez de la tierra y el agua. Entre el puño y la mano abierta. Una mano que simboliza la postura del artista como mediador entre el universo y la humanidad: “La mano abierta / está abierta porque / todo está disponible. / Abierta para recibir, / abierta también para que cualquiera pueda cogerla”.
La estructura del libro, en forma de cruz, se inspira en la del iconostasio ortodoxo ruso (un retablo con imágenes pintadas que consta de una puerta grande y, a su lado, dos más pequeñas que aíslan el altar del resto de la iglesia), como si fuera un velo entre los fieles y el sacerdote. Le Corbusier dividió el Poema en siete filas de iconos, identificadas con las siete primeras letras del alfabeto. En cada línea aparece dibujado un número diferente de imágenes: cinco, tres, cinco, una, tres, una, una. Los siete estratos de este poema tienen sus propios atributos, caracterizados por letras y colores. La letra A, el punto medio, es de tono verde; la B, el espíritu, es azul; la C, la carne, violeta; la D, la fusión, rojo; la E representa el carácter y es de color blanco; la F, ofrenda, es amarillo, y la G, lo útil, púrpura. Las sucesivas litografías marcan los ritmos dentro de la obra. Es un poema profundamente religioso. El valor místico atribuido a los números es una constante en la obra del arquitecto. Habló de cinco puntos para conseguir una arquitectura nueva, tres asentamientos humanos, cuatro rutas, siete vías… Todos los escritos y dibujos de Le Corbusier son una fuente de metáforas que explican el valor que el pintor daba a la alquimia, y buscó en los mitos su motivación espiritual.
Cuando Corbu viajó en 1911 a Grecia y Turquía, la impresión que le provocó la Acropólis de Atenas fue tan fuerte que perduró a lo largo de toda su vida. La mitología griega le permitió explorar mundos que influyeron en sus obras. Otro viaje posterior a África en los años treinta le descubrió la visión de las ciudades desde las alturas: “El avión no procura placer, incita a una larga y sombría meditación”. Fue esta experiencia mística sobre las fuerzas cósmicas y sus ciclos de destrucción y regeneración la que le hizo tomar conciencia de la fragilidad de la especie humana frente a las máquinas. Y cuando viajó después a India, el terreno para realizar unas obras de vuelta a los orígenes del hombre ya estaba abonado. En aquella enorme nación, Le Corbusier edificó una serie de obras con elementos revolucionarios para la arquitectura: bóvedas catalanas, tejados cubiertos de césped, piscinas en los tejados de las casas.
La aparición del Poema del ángulo recto en Francia fue todo un acontecimiento. El griego Efstratios Eleftheriades, Teriade, un agitador cultural de la época, fue el editor de la obra. Teriade, promotor de exposiciones, galerista y creador de la editorial y revista Verve, donde publicaron algunos de sus trabajos Picasso y Matisse, fue la mano amiga del arquitecto y quien aguantó el tirón de sus manías. Le Corbusier participó activamente en la edición del libro (en la exposición del Círculo de Bellas Artes podrán verse también los dibujos previos). Fue aquél un trabajo obsesivo, un proceso de una tensión intelectual increíble. El libro tuvo una tirada muy limitada (200 ejemplares) y cara.
Si Le Corbusier no hubiera sido arquitecto, el mundo le reconocería como pintor. Juan Calatrava lo afirma sin lugar a dudas: “Hubiera tenido un lugar entre los grandes pintores del siglo XX, pero primó su faceta de arquitecto”.
En pintura, Le Corbusier pasó por dos etapas. La primera, en los años veinte, la que él llamaba “el purismo”, como derivación del cubismo. El purismo era para él un cubismo intelectualizado porque creía firmemente que el estilo cubista se había dejado llevar por una cierta metafísica. De hecho, el manifiesto con el que Le Corbusier inaugura su fase pictórica lo titula Après le cubisme. A partir de los años treinta, su pintura se aleja de lo geométrico y se llena de formas orgánicas, siguiendo en cierto modo una evolución paralela a la de Picasso. Le Corbusier, como otros muchos intelectuales y artistas, pierde la fe en la industrialización tras la debacle de la II Guerra Mundial, cuando deducen que la tecnología no es algo intrínsecamente bueno, sino que ha producido horrores como Auschwitz y la bomba atómica.
Le Corbusier se refugia en el arte, en la espiritualidad como rechazo a la decepción sufrida tras darse cuenta de que los grandes patronos de las empresas francesas no asumirían la responsabilidad del bienestar de la sociedad gracias a su capacidad de producir viviendas.
Le Corbusier mantuvo una cierta relación con Picasso. El pintor malagueño le respetaba y seguía sus proyectos a distancia. Pero con quien tuvo un contacto más estrecho fue con Fernand Léger. Juntos proyectaron algo que nunca se llevó a cabo: una basílica subterránea. Ambos idearon horadar una montaña en Sainte Baume, en el sur de Francia, y construir bajo tierra un santuario decorado con murales de Léger. Solicitaron permisos y buscaron patrocinadores, pero, finalmente, las autoridades eclesiásticas no concedieron el permiso para un proyecto religioso que veían con mucha prevención.
Su incursión en la escultura fue también consecuencia de la amistad: la que tuvo con el escultor bretón J. Savina, con el que realizó varias tallas de madera. Siempre estuvo relacionado con los círculos artísticos de la época. Junto a Matisse presidió una asociación para la síntesis de las artes.
Nunca le llamaron la atención, al contrario que a otros arquitectos de la época, las religiones orientales. A Le Corbusier le fascinaba el cristianismo primitivo. Le interesaban mucho los temas olvidados por la Iglesia, como el de los cátaros y la vuelta a los orígenes de la religión, fruto de su formación en la Suiza protestante. De hecho, él siempre llevó una vida austera, como un ermitaño, sin lujos ni dispendios.
Se fabricó para su uso particular una especie de religión en la que entraba el ascetismo protestante y el cristianismo primitivo. Y aunque parezca paradójico, Le Corbusier conectó muy bien con el espíritu de renovación de la Iglesia católica que desembocaría en el Concilio Vaticano II. Entabló una relación privilegiada con el padre dominico Alain Couturier, quien le encargó la capilla de Ronchamp y el convento de La Tourette, dos obras religiosas decisivas en la renovación de la arquitectura católica.
Las viviendas que Le Corbusier proyectó para obreros fueron, en realidad, un cierto fracaso personal. Los trabajos que le encargaban eran siempre casas unifamiliares, lejos de la obra de arte única que él quería construir. No obstante, las ideaba como un prototipo, el germen de lo que sería la vivienda moderna del siglo XX. Cuando quiso ponerlas en práctica, en un barrio de viviendas en Burdeos, sus casas ultramodernas fueron un desastre. A los pocos días de estar instalados en ellas, los inquilinos levantaron tabiques y abrieron ventanas donde no estaban proyectadas, todo de manera distinta a como él lo había decidido. Aquello abrió una brecha en sus convicciones. Había ideado la casa modelo del siglo XX, pero al hombre del siglo XX le gustaba vivir como al hombre del XIX.
En los últimos años de su vida se volcó más en la pintura. Su jornada estaba claramente partida. En su ático de las afueras de París, hoy propiedad de la Fundación Le Corbusier, en Auteuil, muy cerca de las pistas de tenis de Rolland Garros, estaba su casa, en un lado, y su taller de pintor, en el otro. Por la mañana se dedicaba a pintar, y por la tarde se acercaba al estudio de arquitectura, en la Rue de Sèvres. “No lo veía como actividades separadas, sino como dos modos creativos que se alimentaban mutuamente. Trabajaba en su arquitectura porque por la mañana meditaba sobre pintura. Las dos cosas eran para él arte”. Una síntesis de cómo la arquitectura y la pintura debían vivir no sólo del ojo, sino también del oído. Cuenta Juan Calatrava que Le Corbusier se planteaba incluso escuchar las resonancias del paisaje. “En la misma época en que trabaja en este libro está inmerso en un conflicto que él llamaba la acústica plástica. La plástica que surge no sólo del ojo del artista, sino del artista que sabe escuchar los ruidos del universo. Por eso en muchas de sus pinturas aparece la imagen del pabellón auditivo. El artista escuchando”.
El Poema del ángulo recto, hasta ahora jamás expuesto, se editará en español. Los originales de la obra nunca habían salido en conjunto de la sede de la Fundación Le Corbusier en París, y ésta será una ocasión única para adentrarse en el trabajo de un artista clave del siglo XX. El arquitecto que traspasó fronteras, y al que el escritor André Malraux –ministro de Cultura con el general De Gaulle– rindió un emotivo homenaje en el Louvre en 1965, había muerto el 27 de agosto nadando hacia el sol en Cap-Martin.
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