7 de Marzo de 2006
La humildad en estos campos no es una flor que abunde. Así, el relator incorporará un discurso neutro a su repertorio y saldrá por piernas en cuanto pueda. Dificil cuestión. El problema mayor viene cuando intentamos delimitar los conceptos, pasarlos por el scáner de lo concreto y saber, de alguna manera, qué es lo que quiere decir el tumbado cuando grita *miedo*, por ejemplo. Y qué es lo que entiende el sentado cuando escucha *miedo*. Un lenguaje que les una en un mismo campo de batalla está por construir.
También: hasta qué punto la arquitectura interior, *esos vicios íntimos*, pueden resistir una restauración plena. Si la profundidad, en estas cuestiones, importa. O si es necesario que la madera no termine de pudrirse nunca para que el edificio se sostenga, como en Venecia. Si esa fantasía, que algunas quieren llamar enfermedad, no forma parte de la propia naturaleza humana que nos sostiene. Y que no podemos pedir siempre a todos los anémicos que donen sangre.
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LOS seres humanos disponemos de dos biografías, dispares entre sí, pero dependientes una de otra. A lo largo de nuestra existencia biológica construimos ambas alternativamente. La primera de ellas es la biografía pública, la que se escenifica ante los demás, pocos, varios o muchos. La compone el conjunto de nuestras actuaciones observables y observadas. Es la que erróneamente consideramos la única vida real.
La segunda la constituye nuestra biografía íntima: la fantaseada, la de nuestros deseos aún o quizá por siempre insatisfechos, la de los sueños y ensueños, la de nuestros sentimientos ocultos hacia personas que nos rodean: una vida secreta (¡y qué bien que lo sea! ). Secreta porque es inobservable. De vez en cuando, sacamos al exterior, aunque, eso sí, convenientemente acicalado, un segmento de esa vida oculta y lo convertimos en público. Ahora bien, esta vida íntima no es menos real que la otra, la vida empírica, aunque es puramente mental. Pero la mente forma parte de la Naturaleza, como las demás funciones de nuestro organismo , como también los otros que con nosotros están, o el paisaje que contemplamos, o las palabras que escuchamos... Anton Chéjov hace decir a un personaje —una vez leído, me pareció una obviedad— en respuesta a otro que alucinaba: "Es una alucinación, pero la alucinación es real porque forma parte del ser humano y, por tanto, de la Naturaleza".
Esta vida de la fantasía, la vida íntima a la que me estoy refiriendo, tiene una propiedad formidable: hace al sujeto omnipotente en esa realidad. Ya lo señaló Sigmund Freud, y muchos otros antes que él, aunque no, desde luego, en el corpus de una teoría . A diferencia de lo que ocurre en la vida exterior, en la íntima los deseos se satisfacen de manera inmediata; y esa y no otra es su función, esencial, por cierto, para la economía del sujeto —como lo es el dormir y el soñar—: la sustitución pasajera de la vida empírica. ¿Cómo sobrevivir años y años en prisiones horribles —esa es o ha sido la vida empírica de muchos— sin la vida fantaseada, por fortuna inaccesible e inexpugnable para el verdugo de turno? Gracias a la vida de la fantasía, forma figurada del deseo, podemos soportar esa otra vida a la que habitualmente reservamos el calificativo de real, la externa a nosotros, la vida social, preñada de frustraciones, errores, desengaños y sufrimientos, aunque a veces, entreverada de éxitos, depare pasajero júbilo.
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*betelgeuse* -