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el mundo fragmentado

Arcadi Espada

Ciutadans de Catalunya
Tívoli/4 de marzo del 2006

 

 

Queridos amigos, muy buen día tengan.
Es un honor hablarles.

La mayoría de ustedes conocerán la historia de nuestro proyecto y habrán participado en él. Así sabrán perfectamente con qué alegría general, mayúscula yo diría, fuimos recibidos por el establishment político y mediático, hace ahora unos nueve meses. Y sabrán, perfectamente, qué suerte de embarazo nos desearon y qué suerte de pronósticos se cernieron sobre la criatura que íbamos a alumbrar. Pues aquí está la criatura. Parece matinal, alegre. Ya sólo por eso se distingue a la perfección del aire mortecino y cabizbajo que tiene todo lo que ellos, tristes víctimas de sí mismos, han sido capaces de alumbrar en veinticinco años.

Recordarán que entre los insultos preferentes que se nos dirigieron figuraba el de intelectual. Cataluña debe de ser el único lugar del mundo donde se intenta descalificar a alguien llamándole intelectual. Porque sin duda, en boca de nuestros críticos, se trataba de un insulto, y no de la descripción objetiva del trabajo de algunos de los integrantes de Ciutadans de Catalunya. Un insulto por un doble motivo.

En primer lugar porque no podía caberles en la cabeza que un intelectual, uno solo, una cabeza de alfiler de intelectual, pudiera declararse, y orgullosamente, antinacionalista. Tenían sus motivos empíricos, naturalmente; porque en veinticinco años la abrumadora mayoría de los intelectuales catalanes (a diferencia del ejemplo vasco, representado hoy aquí por el querido Fernando Savater) han imaginado, suscrito y defendido las mentiras nacionalistas.

De ahí el vigor tan distinto que a día de hoy presentan en Cataluña el intelecto y las mentiras. Las mentiras son chuponas, como ese tipo de vegetales estériles que crecen en los parterres. Así pues nos llamaban intelectuales en un tono irónico muy vulgar. Llamarnos intelectuales era decirnos: ¿Intelectuales?... Ji, Ji, saltironejaven.

Quienes más destacaron en el uso y abuso del término fueron los políticos. A la ironía, al intento de ironía, añadieron la imposibilidad, por razones de naturaleza, de que los intelectuales pudieran dedicarse a la política. Venían a decirnos, citando al pensador Francisco Franco: “Haga como yo, no se meta en política”. Las advertencias menudeaban. De todo orden: económicas, morales… Algún político se mostraba particularmente ofensivo en su concepción de la tarea intelectual: “Uf, no es para vosotros, la política da mucho trabajo”. Y algún otro mostraba un realismo caníbal: “La política es sucia”. La coincidencia era general: la política es un trabajo innoble, que hay que dejar en manos de profesionales. Decían profesionales pero querían decir tahúres.

Pues bien: entre las tareas principales de este retoño que despunta va a tener que estar, forzosamente, el ennoblecimiento de la política. Y para eso es necesario que la sociedad vuelva a tener la política como una de sus tareas. La experiencia de Ciutadans prueba que esto es posible.

Tenemos otra tarea. La sutura. Creo, gravemente, que los dos últimos años marcan el período más irritado de las relaciones entre españoles (quiero decir entre catalanes, vascos, gallegos, extremeños, andaluces) que hayamos visto. Que hayamos visto en lo que nuestra vista alcanza. Pienso, en este sentido, que hay que hacer una distinción importante decisiva, no totalmente retórica. Está basada en la necesidad de asumir el conflicto, e incluso un cierto grado de desencuentro entre Cataluña y España, o entre otras regiones españolas. La rivalidad entre las regiones españolas es un dato de la realidad, como los 15 grados bajo cero en que suelen desarrollar su vida los finlandeses. La famosa y resignada conllevancia orteguiana siempre me ha parecido un agudo y lúcido ejercicio antirromántico, una deseable aplicación del principio de la realidad, equivalente a la de aquellos que han renunciado a la utopía en la tierra.

Pretender que la descomunal acción combinada de la geografía y la historia pueda desaparecer como por ensalmo me parece una hermosa insensatez, especialmente cuando a esa acción se le añade la obra de Dios, que vigila y que, como se sabe, es nacionalista. Pero hay un límite. Y podría decirse sin forzar demasiado la metáfora, que el límite se sobrepasa cuando en lugar de las entidades más o menos míticas, o más o menos burocráticas el sujeto de enfrentamiento son los ciudadanos. Es decir, no Cataluña y España, esos conceptos, incluso esas instituciones, sino los catalanes y los madrileños, o los murcianos, o los extremeños.

Tengo la suerte de viajar bastante por España. Permítanme la impresión subjetiva, de viajero. Nunca había visto un rechazo semejante a lo catalán y a los catalanes. Yo había sido ya testigo del paso de la admiración a la indiferencia. Es decir del paso de las primeras horas de la transición, cuando todo lo catalán parecía modélico, atractivo y seductor, a los plomizos años pujolistas, cuando la mediocre cantinela catalana sumía en el más profundo sopor a las multitudes y a los individuos.

Pero el rechazo es nuevo. Y han empezado ya a hacérnoslo saber. Bastaría para cuantificarlo, más allá de lo subjetivo, con que la Caixa se aviniera a dar las cifras reales de la retirada de depósitos en España, cifras mucho más importantes y significativas que la bajada de ventas en el cava. Bastaría con que la Cámara de Comercio emprendiera un estudio serio y desacomplejado sobre el impacto de la reciente política autonómica en el vaivén de los mercados.

Los empresarios y algunos políticos catalanes parecen estar empezando a comprender, algo lentamente, que un mercado es una trama de afectos. Y que uno elige, desde luego, por la calidad, el precio, por la relación entre ambos, pero también por las relaciones de cordialidad que compradores y vendedores son capaces de establecer. La trama de afectos vale igualmente para explicar otro singular olvido. Cuando desde Cataluña se dice con esta delicadeza que nos ha hecho legendarios (y dicho, además, por un político de izquierdas), que a la solidaridad se le ha de poner límites; y cuando eso se traduce al lenguaje gangsteril y se vocifera que los extremeños comen de nuestra mano, no sólo se está insultando a los extremeños.

En relación a lo que nos afecta se está insultando, sobre todo, a catalanes. Es decir a alguien que es hijo, nieto, hermano o sobrino de extremeños. Porque España, y por lo tanto también Cataluña, es una trama de afectos donde al igual que en esas abigarradas madejas de lana de mi niñez, es muy complicado distinguir el color de los hilos, y aún más complicado separarlos. Es desde esta perspectiva que cabe enfocar asuntos como el de las balanzas fiscales, y su inutilidad ética y técnica. Ética y técnica, no étnica. Étnicamente, no cabe duda de que son muy útiles.

La sutura, decía. A mi juicio, restablecer la confianza y la complicidad entre españoles debería ser una tarea prioritaria en estos momentos para cualquier partido político. También aquí Ciutadans tiene mucho que hacer. En primer lugar, por la extrema e irresponsable pasividad de los otros. Los dos partidos mayoritarios cifran precisamente toda su esperanza electoral en el arrinconamiento del otro, y en su humillación. La alienación de la clase política española es tan grande y grave que, sinceramente, yo creo que ha olvidado que detrás o debajo de unas siglas hay electores, que incluso pueden ser calificados, con buena voluntad, de personas. Personas a las que se ha renunciado a seducir o convencer y a las que sólo se pretende destruir como si fueran, precisamente, siglas. En este campo Ciutadans tiene mucho que hacer, modesta pero firmemente. Nuestro proyecto ha sido recibido con gran cordialidad. Una cordialidad transversal. En Nou Barris y Girona, desde luego, pero también en Bilbao, Zaragoza, Sevilla o Valencia. Es decir en cualquier lugar de nuestra nación de ciudadanos.

Nación de ciudadanos. Tomemos aire. Entre las muchas discusiones patéticas del Estatuto ha sobresalido la discusión sobre la nación. Debo decirles que, dado mi carácer, he participado activamente. Mi momento favorito solía producirse cuando les preguntaba a los nacionalistas: ¿Bien, sí, una nación? ¿Pero que queréis decir exactamente? Un pequeño número de interrogados respondía con coherencia: “Pues un Estado. Libre e independiente como cualquier Estado”. Les alababa el gusto, porque yo también adoro el Estado, y marchaba a mis quehaceres.

Lamentablemente no era la respuesta mayoritaria. Era una respuesta insignificante, como insignificantes son en Cataluña los que plantean una vía radical y democrática, nítida, a la independencia. Insignificantes, naturalmente, porque han hecho números y saben que la política de la claridad, para decirlo en los términos de Stéphnae Dion, no les moverá de la insignificancia. Un caso bien distinto es el del independentismo maula, dicho sea en castellano, en catalán y en porteño. En Cataluña todo se juega entre maulas y maulets. El independentismo maula, practicante de la política del disimulo, que ya es la política oficial de la mayor parte de partidos catalanes. Los maulas respondían con cautela y hasta con dulzura: “No, nosotros somos una nación cultural… cultural”. Lo decían suavemente, fiados del cariz balsámico, vacuo y balsámico, que tiene la palabra cultura. Pero, ¿qué es realmente una nación cultural? Digámoslo pronto: nada que exista hoy en ningún lugar donde merezca la pena vivir. La nación cultural, pétreo anacronismo del romanticismo alemán, supone una lengua, una cultura, unas tradiciones. Pues bien, si algo no es Cataluña es una nación cultural. De cada uno de esos animalitos (lengua, cultura, tradiciones…) nosotros tenemos al menos dos. Muy al menos, digo, porque la nación cultural extiende su ofensa segregacionista a todos aquellos magrebíes, cubanos, ecuatorianos, colombianos, ingleses, rumanos, argelinos, búlgaros, rusos, coreanos, chinos, japoneses, australianos, senegaleses, americanos, franceses, portugueses, valones y flamencos, bretones y bávaros, quebecoises y canadienses que viven entre nosotros y que, por cierto, y cuanto antes, y ya que pagan, y ya que pagan, han de votar entre nosotros.

Desde hace ya algún tiempo, y para evitar las molestias e incomodidades de la nación cultural, hemos inventado un artefacto. A veces catastrófico, desde luego. Pero que hoy, después de mucha sangre y muchos azares, vive el período seguramente más libre y justo de su historia. El artefacto es una nación a la que llamamos España. Desde luego, no una nación cultural. Nunca lo ha sido. Sólo, y nada menos, que una nación de ciudadanos.


Quiero plantearles, por último, la que, a mi juicio, ha de ser, una actitud central de los ciudadanos que apoyen este proyecto que nosotros hemos llamado posnacionalista. Esta actitud es la desobediencia. Seguramente habrán reparado ustedes, más de una vez en esa curiosa forma de denominar a algunos partidos, y muy particularmente a los partidos nacionalistas, que consiste en llamarles “partidos de obediencia nacionalista”. Es muy apropiado. Para estos últimos es realmente apropiado. Porque el nacionalismo es, en efecto, y por encima de cualquier otra cosa, una obediencia. Una obediencia debida. Una obediencia debida a un ser superior.

Dado que el nacionalismo es una obediencia ha sido posible que en el impresionante Estatuto catalán del 30 de septiembre, ya un auténtico fósil de la nación catalana, el Muñidor, de hinojos, haya podido escribir: “Catalunya ha modelado un paisaje”. El nacionalismo exige obediencia a las ideas, exactamente igual que las exige la religión cuando ocupa el espacio público. A las ideas que encarnan, respectivamente, Dios y la Patria. Es fácil de entender: el nacionalismo es indiscutible. Sobre todo, porque no se puede discutir, técnicamente. En cuanto se discute se deshace. Así, por la fragilidad de su naturaleza, es por lo que se ha convertido en una idea que no se debe discutir, que sólo puede obedecerse.

De acuerdo, no la discutamos más. Ya ha pasado demasiado tiempo. Si seguimos así corremos el puro riesgo de caer en la cretinez irrevocable, que no es somero riesgo. El nacionalismo sólo puede obedecerse…

O desobedecerse.

Yo les llamo a ello. De hecho éste debiera ser el principio fundador del posnacionalismo. La desobediencia. Por supuesto, esto nada tiene que ver con la ley. El nacionalismo se obedece (o no). La ley se cumple. De hecho lo que hace el nacionalismo (y discúlpenme la paradoja) es incumplirla obedientemente. Les pondré un ejemplo que conocen muy bien. La ley establece que los niños sean escolarizados en la lengua que los padres quieran. A mí eso me parece muy bien y sólo lamento que las opciones disponibles en la enseñanza pública no me permitan escolarizar a mis pequeñas gemelas en inglés. Al nacionalismo esta ley no le parece correcta, desde luego, pero transige. ¿Por qué transige?

Ah, bien: porque confía en la obediencia. En la intimidación. Por la intimidación sabe que muy pocos padres ejercerán el derecho que prevé la ley y reclamarán para sus hijos la enseñanza en castellano. Por cierto: he de decir que en este caso obedecen por igual los poderosos y los humildes. Es decir, tanto los que aceptan contra sus intereses y sus legítimos caprichos de ciudadanos que su hijo se escolarice en catalán, como los que creen obviar la intimidación llevando a sus hijos a un colegio privado y español. Que sepan, estos últimos, que no la obvian, la intimidación. Pagan, sólo pagan. Y no es cierto que todo pueda comprarse con dinero.

Otro caso flagrante de obediencia ha sido el de la redacción del Estatuto. El nacionalismo sabía que ni los intereses ciudadanos ni el interés del sentido común justificaban esa lamentable operación política. ¿Por qué se ha arriesgado entonces? Porque confía en la obediencia. Porque confía que por más que el proceso haya sido absolutamente irracional, y por más que sus resultados sean, en el mejor de los casos, intrascendentes, y no justifiquen en modo alguno este desgarrador proceso de desencuentros, confían digo, que los ciudadanos acabarán obedeciendo y refrendarán este absurdo despropósito.

Pues bien, amigos, tendremos próximamente una oportunidad única: sea cual sea la forma que acabe adoptando nuestro rechazo hemos de conseguir que el Estatuto salga absoluta y completamente deslegitimado de las urnas. Inservible. Hemos de alzar un muro de indiferencia y de rechazo ante los planes grotescos de esta lamentable generación de políticos catalanes. Y la campaña del referéndum, que Pasqual Maragall tiene una prisa muy comprensible en poner en marcha, dado lo rápido que nosotros vamos, es el primer reto que tiene planteado nuestro movimiento por la desobediencia.

El primer reto de un objetivo mucho más ambicioso. El objetivo es la reconquista del espacio público y la expulsión del nacionalismo del espacio público. El nacionalismo debe retornar a la alcoba, junto al crucifijo, allá de donde no debió salir, sopena de incurrir en lo que ha acabado incurriendo. Es decir en esta singular Teocracia cuyo muecín asardanado no ha dejado de sonar en estos veinte años.


Acabo de verdad. Entre las principales cláusulas de la obediencia nacionalista estaba la imposibilidad de Ciutadans. Estábamos nosotros, todos nosotros, y esta alegre mañana que nos reúne. No, un nuevo partido político no es posible, habían dictaminado. Lerrú, lerrú, lerrú, iban diciendo en perfecto lemosín. Lerrú: hoy envían a los chicos a las ruedas de prensa a que nos pregunten por el lerrouxismo. Y cuando les devuelves la pregunta, y eso qué quiere decir, ¿noi?, se quedan traspuestos, porque en el cole, a Leerroux, lo estudiaron sólo como un adjetivo, y como cualquier adjetivo, sin vuelta de hoja. No y no: no puede haber un nuevo partido, sancionaban. Durante mucho tiempo, demasiado tiempo, los obedecimos.

Ahora, roto el velo, la intimidación va a consistir en decir que somos pocos. En convencernos de que somos pocos.

Yo no lo creo.
Yo creo que somos muchos.
Yo creo.

Pero hemos hecho esto para dejar de creer.
Para saber, para comprobar, que somos muchos.
Aquí dentro. En la calle. En Cataluña entera. Un lugar como cualquier otro. Donde la vida no merece estar a cargo de los muertos.

O sea, amigos, que…

¡Vivan los ciudadanos!

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