Manual de instrucciones....................................Julio Cortázar
Instrucciones para llorar
Instrucciones para llorar. Dejando de lado los motivos, atengámonos a la manera correcta de llorar, entendiendo por esto un llanto que no ingrese en el escándalo, ni que insulte a la sonrisa con su paralela y torpe semejanza. El llanto medio u ordinario consiste en una contracción general del rostro y un sonido espasmódico acompañado de lágrimas y mocos, estos últimos al final, pues el llanto se acaba en el momento en que uno se suena enérgicamente. Para llorar, dirija la imaginación hacia usted mismo, y si esto le resulta imposible por haber contraído el hábito de creer en el mundo exterior, piense en un pato cubierto de hormigas o en esos golfos del estrecho de Magallanes en los que no entra nadie, nunca. Llegado el llanto, se tapará con decoro el rostro usando ambas manos con la palma hacia adentro. Los niños llorarán con la manga del saco contra la cara, y de preferencia en un rincón del cuarto. Duración media del llanto, tres minutos.
Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo
En un pueblo de Escocia venden libros con una página en blanco perdida en algún lugar del volumen. Si un lector desemboca en esa página al dar las tres de la tarde, muere. En la plaza del Quirinal, en Roma, hay un punto que conocían los iniciados hasta el siglo XIX, y desde el cual, con luna llena, se
ven moverse lentamente las estatuas de los Dióscuros que luchan con sus caballos encabritados.
En Amalfí, al terminar la zona costanera, hay un malecón que entra en el mar y la noche. Se oye ladrar a un perro más allá de la última farola.
Un señor está extendiendo pasta dentrífica en el cepillo. De pronto ve, acostada de espaldas, una diminuta imagen de mujer, de coral o quizá de miga de pan pintada.
Al abrir el ropero para sacar una camisa, cae un viejo almanaque que se deshace, se deshoja, cubre la ropa blanca con miles de sucias mariposas de papel.
Se sabe de un viajante de comercio a quien le empezó a doler la muñeca izquierda, justamente debajo del reloj de pulsera. Al arrancarse el reloj, saltó la sangre: la herida mostraba la huella de unos dientes muy finos.
El médico termina de examinarnos y nos tranquiliza. Su voz grave y cordial precede los medicamentos cuya receta escribe ahora, sentado ante su mesa. De cuando en cuando alza la cabeza y sonríe, alentándonos. No es de cuidado, en una semana estaremos bien. Nos arrellanamos en nuestro sillón, felices, y miramos distraídamente en torno. De pronto, en la penumbra
debajo de la mesa vemos las piernas del médico. Se ha subido los pantalones hasta los muslos, y tiene medias de mujer.
Instrucciones para entender tres pinturas famosas
El amor sagrado y el amor profano, por TIZIANO Esta detestable pintura representa un velorio a orillas del Jordán. Pocas veces la torpeza de un pintor pudo aludir con más abyección a las esperanzas del mundo en un Mesías que brilla por su ausencia; ausente del cuadro que es el mundo, brilla horriblemente en el obsceno bostezo del sarcófago de mármol, mientras el ángel encargado de proclamar la resurrección de su carne patibularia espera inobjetable que se cumplan los signos. No será necesario explicar que el ángel es la figura desnuda, prostituyéndose en su gordura maravillosa, y que se ha disfrazado de Magdalena, irrisión de irrisiones a la hora en que la verdadera Magdalena avanza por el camino (donde en cambio crece la venenosa blasfemia de dos conejos). El niño que mete la mano en el sarcófago es Lutero, o sea, el diablo. De la figura vestida se ha dicho que representa la Gloria en el momento de anunciar que todas las ambiciones humanas caben en una jofaina; pero está mal pintada y mueve a pensar en un artificio de jazmines o un relámpago de sémola. La dama del unicornio, por RAFAEL Saint-Simon creyó ver en este retrato una confesión herética. El unicornio, el narval, la obscena perla del medallón que pretende ser una pera, y la mirada de Maddalena Strozzi fija terriblemente en un punto donde habría fustigamientos o posturas lascivas: Rafael Sanzio mintió aquí su más terrible verdad. El intenso color verde de la cara del personaje se atribuyó mucho tiempo a la gangrena o al soísticio de primavera. El unicornio, animal fálico, la habría contaminado: en su cuerpo duermen los pecados del mundo. Después se vio que bastaba levantar las falsas capas de pintura puestas por los tres enconados enemigos de Rafael: Carlos Hog, Vincent Grosjean, llamado «Mármol», y Rubens el Viejo. La primera capa era verde, la segunda verde, la tercera blanca. No es difícil atisbar aquí el triple símbolo de la falena letal, que a su cuerpo cadavérico une las alas que la confunden con las hojas de la rosa. Cuántas veces Maddalena Strozzi cortó una rosa blanca y la sintió gemir entre sus dedos, retorcerse y gemir débilmente como una pequeña mandrágora o uno de esos lagartos que cantan como las liras cuando se les muestra un espejo. Y ya era tarde y la falena la habría picado: Rafael lo supo y la sintió morirse. Para pintarla con verdad agregó el unicornio, símbolo de castidad, cordero y narval a la vez, que bebe de la mano de una virgen. Pero pintaba a la falena en su imagen, y este unicornio mata a su dueña, penetra en su seno majestuoso con el cuerno labrado de impudicia, repite la operación de todos los principios. Lo que esta mujer sostiene en sus manos es la copa misteriosa de la que hemos bebido sin saber, la sed que hemos calmado por otras bocas, el vino rojo y lechoso de donde salen las estrellas, los gusanos y las estaciones ferroviarias. Retrato de Enrique VIII de Inglaterra, por HOLBEIN Se ha querido ver en este cuadro una cacería de elefantes, un mapa de Rusia, la constelación de la Lira, el retrato de un papa disfrazado de Enrique VIII, una tormenta en el mar de los Sargazos, o ese pólipo dorado que crece en las latitudes de java y que bajo la influencia del limón estornuda levemente y sucumbe con un pequeño soplido. Cada una de estas interpretaciones es exacta atendiendo a la configuración general de la pintura, tanto si se la mira en el orden en que está colgada como cabeza abajo o de costado. Las diferencias son reductibles a detalles; queda el centro que es ORO, el número SIETE, la OSTRA observable en las partes sombrero-cordón, con la PERLA-cabeza (centro irradiante de las perlas del traje o país central) y el GRITO general absolutamente verde que brota del conjunto. Hágase la sencilla experiencia de ir a Roma y apoyar la mano sobre el corazón del rey, y se comprenderá la génesis del mar. Menos difícil aún es acercarle una vela encendida a la altura de los ojos; entonces se verá que eso no es una
cara y que la luna, enceguecida de simultaneidad, corre por un fondo de ruedecillas y cojinetes transparentes, decapitada en el recuerdo de las hagiografías. No yerta aquel que ve en esta petrificación tempestuosa un combate de leopardos. Pero también hay lentas dagas de marfil, pajes que se consumen de tedio en largas galerías, y un diálogo sinuoso entre la lepra y las
alabardas. El reino del hombre es una página de historial, pero él no lo sabe y juega displicente con guantes y cervatillos. Este hombre que te mira vuelve del infierno; aléjate del cuadro y lo verás sonreír poco a poco, porque está hueco, está relleno de aire, atrás lo sostienen unas manos secas, como una figura de barajas cuando se empieza a levantar el castillo y todo tiembla. Y su moraleja es así: «No hay tercera dimensión, la tierra es Plana, el hombre repta. ¡Aleluya! ». Quizá sea el diablo quien dice estas cosas, y quizá tú las crees porque te las dice un rey.
Instrucciones para matar hormigas en Roma
Las hormigas se comerán a Roma, está dicho. Entre las lajas andan; loba, ¿qué carrera de piedras preciosas te secciona la garganta? Por algún lado salen las aguas de las fuentes, las pizarras vivas, los camafeos temblorosos que en plena noche mascullan la historia, las dinastías y las conmemoraciones. Habría que encontrar el corazón que hace latir las fuentes para precaverlo de las hormigas, y organizar en esta ciudad de sangre crecida, de cornucopias erizadas como manos de ciego, un rito de salvación para que el futuro se lime los dientes en los montes, se arrastre manso y sin fuerza, completamente sin hormigas.
Primero buscaremos la orientación de las fuentes, lo cual es fácil porque en los mapas de colores, en las plantas monumentales, las fuentes tienen también surtidores y cascadas color celeste, solamente hay que buscarlas bien y envolverlas en un recinto de lápiz azul, no de rojo, pues un buen mapa de Roma es rojo como Roma. Sobre el rojo de Roma el lápiz azul marcará un recinto violeta alrededor de cada fuente, y ahora estamos seguros de que las tenemos todas y que conocemos el follaje de las aguas.
Más difícil, más recogido y silencioso es el menester de horadar la piedra opaca bajo la cual serpentean las venas de mercurio, entender a fuerza de paciencia la cifra de cada fuente, guardar en noches de luna penetrante una vigilia enamorada junto a los vasos impereiales, hasta que de tanto susurro verde, de tanto gorgotear como de flores, vayan naciendo las diercciones, las
confluencias, las otras calles, las vivas. Y sin dormir seguirlas, con varas de avellano en forma de horqueta, de triángulo, con dos varillas en cada mano, con una sola sostenida entre los dedos flojos, pero todo esto invisible a los carabineros y a la población amablemente recelosa, andar por el Quirinal, subir al Campodoglio, correr a gritos por el Pincio, aterrar con una aparición inmóvil como un globo de fuego el orden de la Piazza della Essedra, y así extraer de los sordos metales del suelo la nomenclatura de los ríos subterráneos. Y no pedir ayuda a nadie, nunca.
Después se irá viendo cómo en esta mano de mármol desollado las venas vagan armoniosas, por placer de aguas, por artificio de juego, hasta poco a poco acercarse, confluir, enlazarse, crecer a arterias, derramarse duras en la plaza central donde palpita el tambor de vidrio líquido, la raíz de copas pálidas, el caballo profundo. Y ya sabremos dónde está, en qué napa de bóvedas calcáreas, entre menudos esqueletos de lémur, bate su tiempo el corazón del agua.
Costará saberlo, pero se sabrá. Entonces mataremos las hormigas que codician las fuentes, calcinaremos las galerías que esos mineros horribles tejen para acercarse a la vida secreta de Roma. Mataremos las hormigas con sólo llegar antes a la fuente central. Y nos iremos en un tren nocturno huyendo de lamias vengadoras, oscuramente felices, confundidos con soldados y con
monjas.
Instrucciones para subir una escalera
Nadie habrá dejado de observar que con frequencia el suelo se pliega de manera tal que una parte sube en ángulo recto con el plano del suelo, y luego la parte siguiente se coloca paralela a este plano, para dar paso a una nueva perpendicular, conducta que se repite en espiral o en línea quebrada hasta alturas sumamente variables. Agachándose y poniendo la mano izquierda en
una de las partes verticales, y la derecha en la horizontal correspondiente, se está en posesión momentánea de un peldaño o escalón. Cada uno de estos peldaños, formados como se ve por dos elementos, se situá un tanto más arriba y adelante que el anterior, principio que da sentido a la escalera, ya que cualquiera otra combinación producirá formas quizá más bellas o pintorescas, pero incapaces de transladar de una planta baja a un primer piso.
Las escaleras se suben de frente, pues hacia atrás o de costado resultan particularmente incómodas. La actitud natural consiste en mantenerse de pie, los brazos colgando sin esfuerzo, la cabeza erguida aunque no tanto que los ojos dejen de ver los peldaños inmediatamente superiores al que se pisa, y respirando lenta y regularmente. Para subir una escalera se comienza por
levantar esa parte del cuerpo situada a la derecha abajo, envuelta casi siempre en cuero o gamuza, y que salvo excepciones cabe exactamente en el escalón. Puesta en el primer peldaño dicha parte, que para abreviar llamaremos pie, se recoge la parte equivalente de la izquierda (también llamada pie, pero que no ha de confundirse con el pie antes citado), y llevándola a la altura del pie, se le hace seguir hasta colocarla en el segundo peldaño, con lo cual en éste descansará el pie, y en el primero descansará el pie. (Los primeros peldaños son siempre los más difíciles, hasta adquirir la coordinación necesaria. La coincidencia de nombre entre el pie y el pie hace difícil la explicación. Cuídese especialmente de no levantar al mismo tiempo el pie y el pie).
Llegado en esta forma al segundo peldaño, basta repetir alternadamente los movimientos hasta encontrarse con el final de la escalera. Se sale de ella fácilmente, con un ligero golpe de talón que la fija en su sitio, del que no se moverá hasta el momento del descenso.
Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda al reloj
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y pasearás contigo. Te regalan —no lo saben, lo terrible es que no lo saben—, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca. Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa. Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
Instrucciones para dar cuerda al reloj
Allá al fondo está la muerte, pero no tenga miedo. Sujete el reloj con una mano, tome con dos dedos la llave de la cuerda, remóntela suavemente. Ahora se abre otro plazo, los árboles despliegan sus hojas, las barcas corren regatas, el tiempo como un abanico se va llenando de sí mismo y de él brotan el aire, las brisas de la tierra, la sombra de una mujer, el perfume del pan.
¿Qué más quiere, qué más quiere? Átelo pronto a su muñeca, déjelo latir en libertad, imítelo anhelante. El miedo herrumbra las áncoras, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va corroyendo las venas del reloj, gangrenando la fría sangre de sus rubíes. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa.
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