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el mundo fragmentado

La bífida lengua de Materazzi

La bífida lengua de Materazzi

MARTÍN GIRARD


Llegó el Mundial y pasó. Unos corrían como ratones de colores sobre el tapete de juego mientras otros, ante pantallas reverberantes, acechábamos el advenimiento del gol. O, clónicos y vociferantes, congregados en plazas y gradas, zarandeábamos el aire con cánticos y banderas. Ahora no queda ni el eco. Ya somos todos fantasmas en el recuerdo. Y yo por partida doble. Por cuanto soy un fantasma con seudónimo. O sea, doblemente fantasmal. Pero, ¡por los cuernos del más crujiente cruasán!, este Mundial ha merecido la pena.

Algunos se lamentarán de su carácter defensivo. Y harán suyo el dicho de "la mejor defensa es un buen ataque". Olvidando que el aserto deja de ser cierto en cuanto el buen ataque se topa con una mejor defensa. Podríamos revertir la cuestión para afirmar que el ataque comienza en la defensa y que la defensa debe ejercerse incluso en el área contraria con la presión de los delanteros sobre los zagueros cuando éstos se hacen con el balón. "Ya no hay atacantes, sólo contraatacantes", se lamentaba hace años Platini. Su nostalgia estaba justificada porque sus tiempos, como las golondrinas del poeta, no volverán.

El fútbol total ha impuesto su ley. La rapidez y la fuerza física coordinadas con la inteligencia táctica, también. Hemos visto partidos vibrantes en que los contendientes se contraían y desplegaban como un solo organismo, sin tregua ni resuello, hasta la extenuación. Nunca los goles han resultado tan caros. Ni tan apreciadas las jugadas a balón parado. Añoraremos a los extremos de antaño en sus respectivas bandas o al delantero centro en el área. Pero ahora los espacios hay que crearlos para poder ganarlos por anticipación y es aconsejable saber controlar la pelota en plena carrera o devolverla al primer toque antes de que el contrincante cierre compuertas. Jugar rápido es pensar rápido. O de memoria. Y también ahí radica la belleza. Me arriesgaría a decir que, al igual que los atletas actuales saltan y corren más, la mayoría de las selecciones que hemos visto en el Mundial derrotarían a las míticas de antaño y, retroactivamente, incluso se ganarían a sí mismas.

Y en lo que respecta a ectoplasmas, ya que fantasmas somos y de fantasmas hablamos, el aura de Zinedine Zidane resplandece, a pesar del triste reflejo de la tarjeta roja, con la misma intensidad que la de los selectos espíritus que le precedieron en el velador de la memoria: Di Stéfano, Pelé o Maradona. Cualquier tiempo pasado no fue mejor. Ni peor. Pero es pasado. Y el pasado... pasado está.

Este Mundial también pasó. Ahora nos queda Johannesburgo y una extraña sensación. La de que, a fin de cuentas, en la fantasmagórica danza final, todo se ha reducido a tres cabezazos y dos patadas. La primera patada fue la que Zidane propinó al balón en el magistral lanzamiento de su penalti a lo Panenka. Dio en el larguero y entró. La segunda patada fue la que Trezeguet propinó al balón en el fatídico lanzamiento de su penalti a lo Zidane. Dio en el larguero y no entró. El primer cabezazo fue el que Materazzi propinó al balón a lo Materazzi y Barthez, a lo Barthez, se tragó. El segundo cabezazo fue el que Zidane, a lo Zidane, propinó al balón y Buffon desvió a lo Buffon. El tercer cabezazo fue el que Zidane propinó a Materazzi a lo Materazzi en pleno plexo solar y que hizo que el tal Materazzi se desplomara, a lo dama de las camelias, doblado en dos. Esta concatenación de estilos, cabezazos y patadas culminaron un Campeonato del Mundo en el que Francia fue el mejor equipo con creces, pero Italia se llevó el gato al agua. Lástima de que el gato no le comiera la bífida lengua a Materazzi aunque el veneno lo matara.

Gonzalo Suárez, escritor y cineasta, recupera el seudónimo de Martín Girard con el que firmó como periodista en los años 60.

El País.es

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