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el mundo fragmentado

21 de enero

 Kamp, ayer y hoy

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La compañía holandesa Hotel Modern reproduce un campo de exterminio nazi y la suerte de sus prisioneros en Kamp. Un espectáculo en el que 3.000 muñequitos de resina son manipulados, filmados en directo y proyectados en tiempo real sobre pantalla grande en Sevilla.

      Rousseau predicaba la bondad natural del hombre, pero envió a sus cinco hijos a la inclusa. Dieciséis siglos antes, los gnósticos distinguieron entre hombres con espíritu y desalmados. ¿Tendrán los genocidas alma? En Whiteman y Cararroja, un western judío, George Tabori pone a un indio cherokee a discutir con un hebreo cuál de los dos es más desgraciado y cuál de sus pueblos ha sido más perseguido. Apenas hay obras teatrales sobre el destino fatal de los indios norteamericanos, porque perdieron la guerra. Alguna ha aparecido abordando el genocidio de Ruanda. Sobre el Holocausto hay muchas, pero ninguna que reproduzca la suerte de los prisioneros enviados a campos de extermino con el verismo de Kamp, que la compañía holandesa Hotel Modern representa en el Teatro Central de Sevilla el 26 y el 27 de enero. Sus creadores han reconstruido Auschwitz a escala: los edificios del campo son un juguete enorme desplegado por todo el escenario. El centro lo ocupan una calle ancha, una estación y una vía muerta en la que entra un mercancías. De sus vagones de madera descienden centenares de hombres, mujeres y niños vestidos de calle, engalanados. Una microcámara los filma en picado, y las imágenes se proyectan en tiempo real sobre la gran pantalla que ocupa el fondo de la escena. El zoom nos acerca sus rostros, todos diferentes, boquiabiertos de espanto, extrañamente humanos. A un lado de la vía están los 19 barracones de los prisioneros; al otro, las casas de los militares y la iglesia. Tres intérpretes manipulan los muñequitos de ocho centímetros de altura, los iluminan, los siguen cámara en mano a través de una maqueta de cien metros cuadrados, respiran con ellos.

      A la puerta de la cámara de gas se amontonan los zapatos y la ropa de los recién llegados: un grupo traspasa el umbral, y luego otro, y nosotros con ellos. Vemos la puerta cerrarse desde dentro. Con sus cuerpos de resina traslúcida desnudos y sus bocas abiertas sin labios, los que van a morir son clones del protagonista de El grito. Oscuro total. Por un agujero entra un rayo de luz... y el gas. Fuera, un prisionero recoge las ropas y objetos personales que se quedan sin dueño: maletas minúsculas, fotos, prismáticos, candelabros, una llave inglesa, una tetera, un elefante de juguete... La pantalla muestra ahora el punto de vista del guardia de la torreta de vigilancia. Varios presos cargan un carro de arena. Uno no puede con la pala. Se derrumba. Un guardián lo muele en el suelo: el micrófono de la cámara recoge y amplifica los golpes hasta lo insufrible. Buena parte del espectáculo es de una crudeza extrema: duelen esos cuerpecitos de resina vestidos de rayadillo, conmueve la expresión de sus rostros servida en primeros planos en blanco y negro. Afortunadamente, Hotel Modern da respiro: al anochecer, mientras cantan los pájaros y se encienden las farolas y las luces de los edificios, Auschwitz parece un pueblecito plácido y confiado. Es un espejismo: la cámara entra de improviso en los dormitorios colectivos, muestra centenares de cuerpos hacinados en tres pisos de nichos, roncando y respirando pesadamente con el aliento real de sus manipuladores, recogido por micros y amplificado.

      Kamp desasosiega y revuelve las tripas, pero encandila. Vale la pena cruzar el puente de la Barqueta, entrar en el Central y exorcizar allí lo peor del pasado reciente de la vieja Europa. (El País)

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      Guatemala o la ley del silencio

      GCO

      Imaginen que Hitler no hubiera muerto. Que,  por alguna de esas cosas inexplicables de la geoestratégia política, las potencias hubieran decidido, por aquello de una “transición democrática”, simular que ignoraban sus crímenes. Que todos los años por Navidad se reuniera con sus grandes amigos Goebbels y Himmler. Que viviera en Polonia, tal vez en algún lujoso castillo cerca de Auswitch, donde disfrutara de una dulce jubilación, ufano y contento.

      Los residuos de las antiguas SS, oficialmente desmovilizadas, cercarían a judíos, gitanos y socialistas, amenazándoles de muerte si revelaban dónde se encuentran esas tumbas masivas de sus víctimas. De vez en cuando, saliendo de su retiro espiritual, deleitaría al público con alguna perla dialéctica con la que explicaría las imperiosas necesidades históricas que le obligaron a actuar como actuó. Sin ningún remordimiento. Puede que en algún momento un impertinente extranjero juez trataría de encausarlo, pero el antiguo Fürer encontraría en la justicia de su país a su mejor aliado. Una historia difícil de digerir en pleno siglo XXI.

      Algo así sucede en Guatemala, una de esas tragedias ignoradas por Occidente. Una sociedad sentenciada al olvido internacional. Durante los sesenta, Guatemala tenía un régimen socio económico semi-esclavista, donde la población indígena maya, mayoritaria, por cierto, era explotada. Por la estructura del poder pasaban dictadores bananeros que imponían su ley, y por qué no decirlo, también la del extranjero, si por ello entendemos, entre otras, a la compañía norteamericana Fruit Company.
       
      Por esa misma época, en Latinoamérica surgieron toda suerte de grupos guerrilleros. Nicaragua, El Salvador, son algunos ejemplos de países enfrascados en guerras civiles entre estado y guerrillas que durarían décadas. Guatemala no fue menos, pero el peso de su guerrilla fue muy débil. También surgieron, como no,  los grupos paramilitares, como la Mano Blanca, el Ejército Secreto Anticomunista o Los Centuriones. Escuadrones de la muerte que sembraban el terror por las tierras campesinas guatemaltecas. Años después se descubriría que era una “recomendación” de Washington, porque las matanzas hechas por militares favorecían el apoyo popular de la guerrilla.
      Pero a partir de 1978, aquella guerra civil cobró dimensiones más atroces. La llegada al poder de Lucas García abrió una etapa de terror como no se recordaba en la segunda mitad del siglo XX. En 1980 llegó el General Efraín Rios Montt, el más sanguinario dictador que haya conocido América Latina. Un hijo adoptivo de Washington, un alumno aventajado de la infame Escuela de las Américas, y al que la Estrategia de Seguridad Nacional de Reagan llamaría “Luchador por la Libertad”. Un iluminado convertido a una secta evangélica, y que se creía llamado por la gracia de Dios para liberar al país del demonio comunista. Su mandato, por suerte, sólo duró dos lamentables años.De la terrorífica Escuela de las Américas saldrían muchos tristes personajes, muchas dolorosas dictaduras; Pinochet, que mató a casi 3.000 personas; Videla, que mataría a 20.000. En Guatemala, la cifra alcanzó las 200.000.
       
      Hubo un momento en que la ONU se quiso lavar la conciencia. La Comisión de Esclarecimiento Histórico, años después, investigó las matanzas de la Guerra Civil. Culpabilizó de un 93% de los casos al ejército guatemalteco. Utilizó, legalmente, el término “genocidio”. Recordó quienes eran las víctimas: una población indígena que durante décadas fue masacrada, sus aldeas quemadas, su raza perseguida; parece mentira, una raza perseguida. Millones de personas que vivieron años enteros escondidos en las selvas, que tenían, con todo el dolor de su corazón, que matar a sus siempre fieles perritos para que no les delatasen. Que operaban a sus gallos para que no cantasen y descubrieran su posición a un ejército que les quería exterminar. Que comían una torta de maíz una vez cada 2 días. Y que aún así, muchos fueron asesinados, la mayor parte, por orden de Ríos Montt. Con todo, aquél informe de la ONU no se atrevió a castigar a los culpables.
       
      Hoy Ríos Montt y sus secuaces – Mejía Víctores, Aníbal Guevara- campan a sus anchas por Guatemala. Los reductos de sus escuadrones de la muerte, de sus antiguas Patrullas de Autodefensas Civiles, amenazan a aquellos que se atrevan a hablar y a las organizaciones internacionales que investigan. Los mayas tienen que llorar a sus muertos en el más terrible de los silencios.

      La Audiencia Nacional Española ha podido intervenir. Una joven maya valiente, Rigoberta Menchú, cuyo padre mataron los militares cercanos a Ríos Montt en el asalto a la Embajada Española de 1980, interpuso una denuncia en España contra él y sus secuaces por genocidio y torturas. La denuncia prosperó. Es quizás la más importante tarea a la que se ha enfrentado la Justicia española: conseguir encausar y juzgar a un genocida. Una oportunidad que no pudimos aprovechar con Pinochet, y que no debemos dejar pasar ahora.
       
       El Juez Pedráz es el encargado del caso. Dio orden internacional de captura contra Aníbal Guevara y contra Mejía Víctores. Lucas García ya había muerto, una oportunidad perdida. Pero a Ríos Montt no hay quien le toque. Es más, en un acto de insultante recochineo, ha decidido presentarse a las elecciones de 2007. El y los suyos saben que no puede ser presidente. “No podrán optar al cargo de presidente o vicepresidente  el caudillo ni los jefes de golpe de Estado”, dice la constitución.  Pero si se llega a consumar esa candidatura, la Ley le otorga inmunidad y se libraría de todo tipo de juicio. ¿Dónde está ahora la presión Internacional?
       
      Hubo un tribunal internacional contra Milosevic, se ha ahorcado a Saddam Hussein, algo impresentable. Ha corrido mucha tinta con la muerte de Pinochet y sus 3.000 asesinatos y con Videla y sus 20.000 víctimas. Sobre los 200.000 indios guatemaltecos, acaso unos “breves” en los periódicos. Pero esos mayas siguen necesitando que se rescriba su historia, ellos no pueden, y nuestro silencio de décadas nos convierte en deudores. Nadie puede ignorar lo que sucedió. Pero es muy difícil rescribir la historia a través de “breves” en los periódicos. Quizás por  eso, para nuestra vergüenza, puede que  Hitler gane esta vez y obtenga inmunidad en Guatemala. Otra historia de tragedias olvidadas de una forma… ¿deliberada? 

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